La Melodía.

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Las carcajadas de los dos amigos eran estruendosas, el resto de los parroquianos del lujoso restorán se volvió hacia ellos molestos.
Uno de los hombres, cuarentones ya, se percató de la atención que prestaban a sus risas. Su amigo le habló en voz baja.
–Carlos, creo que estamos siendo objeto de la curiosidad de estos selectos clientes.
–Mmm, tienes razón, la vieja encopetada acompañada del vejete de corbatín creen que están en la ópera. Pero, dime cómo no nos vamos a reír de tus aventuras amorosas, querido Pablo.
–Por favor, cualquiera que te escuchara creería que soy un Don Juan…
–¿Nooo? Perdón por mi error, todo lo que me cuentas debo haberlo visto en una película romántica, seguramente.
Alzando su copa con desenvoltura, hizo un brindis conteniendo sus ganas de reír.
–A la salud de mi amigo Pablo y por habernos encontrado después de tantos años. Por sus aventuras y… por tener que aguantar la risa con estas damas y caballeros de la alta sociedad.
Bebían con suavidad el exquisito vino blanco. Eran guapos, se encontraban en la flor de la vida, con una experiencia tal que todo se les daba fácil, pues dominaban situaciones.
La música ambiental era suave, obras selectas y de grandes orquestas. De pronto se escuchó Sueño de Amor, de Franz Liszt, interpretada por un pianista solista; Pablo cambió. Ya no reía, su mirada quedó perdida ante la sorpresa de Carlos, quien comprendió que algo pasaba por la mente de su querido amigo, condiscípulo y cómplice en múltiples aventuras. Por delicadeza guardó silencio, observando el rostro de infinita tristeza de su compañero.
Pablo había retornado al pasado, sus manos juveniles de veinteañero deslizaban sus largos dedos por las teclas de un piano, arrancando las notas de ese sueño de amor de Liszt. El joven terminó la pieza y con una risita se levantó de la butaca, saludando aparatosamente al grupo de amigos y amigas que lo rodeaban.
Una atractiva dama de unos 45 años, se levantó de su silla; aplaudiendo, sonreía al lado del joven Pablo y lo mostraba como si estuvieran en un escenario.
Maeva era soltera, profesora de música y de gimnasia, no se había casado pese a su belleza y a sus muy pronunciadas curvas, dueña de una cautivadora sonrisa. 
–Damas y caballeros, les presento al único pianista autodidacta que conozco. Sí, este joven tan tímido que llegó a nuestro grupo artístico, este galán de cine que llegó hasta nosotros para ser actor de teatro, este buen mozo… –Lo miró de reojo con picardía –… Bueno, decía que Pablo cuando vio el piano por primera vez, sin pedir permiso se sentó y comenzó a tocar acordes, entonando una desafinada tonada. Como es porfiado a la tercera vez le resultó bien y…
Riéndose le acarició el negro cabello que caía desordenado por la frente de Pablo, quien estaba rojo.
–Perdona, Pablo… ja ja jajá, me olvide que te ruborizas fácilmente. Bueno, dejemos tranquilo a este ejemplar joven; sólo sabía rasguear la guitarra y se lanza a la aventura de tocar nada menos que el piano.
Los aplausos y gritos entusiastas de sus amigos aumentaron, lo rodearon y le palmoteaban sus hombros. No faltó la muchacha desinhibida que lo besó en los labios entre las risotadas. Era un grupo de gente superior a los 18 años, los mayores tenían cerca de 50, todos con talento artístico.
Estaban celebrando un aniversario más del grupo “Artistas, Música y Teatro”, se sentaron alrededor de una larga mesa una treintena de personas. Bromas, risas y el vino comenzó a hacer su efecto.
El rumor de la conversación parecía el zumbido de abejas, el alcohol había desatado lenguas.
–¡¡Noooo!! No te puedo creer Maeva, por Dios.
La voz poderosa de cantante de ópera y actriz de teatro, Brunilda, su amiga de ascendencia sueca, se alzó y acalló al resto.
Maeva estaba agachada en su puesto, trataba de sonreír, algo había dicho con los tragos demás que había ingerido y trataba de hacer callar a su amiga.
–¡Con qué el tranquilino Pablito te besó en la boca! _ moviendo la cabeza sentenciosamente miró al joven con ironía–. ¡Diablos, cómo irá a ser cuando se le quite la timidez!
El joven Pablo quería que la tierra lo tragase, sonrió torpemente para aumentar el jolgorio de sus amigos. Maeva, notablemente arrepentida de haberle contado tal confidencia a su traicionera amiga, se levantó y se fue.
Pablo trató de explicar que se trató de una broma, pero ya estaba sembrada la duda. Sabían que el joven acudía a la casa de Maeva -quien vivía sola- a practicar parlamentos que debía decir en una obra de teatro que estaban montando. Habían escuchado que ambos iban a la playa Solitaria, lugar de reunión de los enamorados, por lo tanto, sumar dos más dos les salía la cuenta justita: eran amantes.

Desde entonces rara vez se les vio juntos por las calles, los vecinos de Maeva murmuraban: “Esta señorita puede ser la mamá del joven”; ambos escuchaban la canción de moda "Escándalo", como una manera de soportar tanto habladilla. Pero ya el destino había dado su orden, no había diferencia de edad entre ambos cuando estaban en la cama; se amaban con la fuerza y pasión de la juventud de él y la sabiduría del escultural y firme cuerpo de ella.
Las mujeres eran odiosas con su lengua de víbora: “Pablito debe tener algo más grande que su capacidad de artista”. En la soledad refugiaron su amor, él llegaba a medianoche y se iba al amanecer; su madre le llamó la atención, pero su padre estaba orgulloso de la virilidad de su hijo y fue tajante: “¡Déjalo, es un hombre ya!”.
Los años pasaron, comenzó a transformarse en un fornido individuo y ella mostró sus primeras arrugas, aunque a Pablo no le importaban.  Un día le dijo a Maeva, en medio de una tensa reunión, que se iba a casar con una muchacha.
La mujer suspiró, sabía que ese momento llegaría.
–Pablo, siempre estaré aquí para esperarte.
Así lo hizo, lo esperaba, se amaban intensamente y ella muy noble, le servía de confidente cuando le contaba sus problemas, pero nunca dijo que tenía una enfermedad que la llevaría pronto a la muerte. Un tiempo después separados por el trabajo de él, éste acudió muchas veces a su casa, golpeaba, pero ninguno de los vecinos quiso hablar; sólo por casualidad se enteró que había fallecido hacía ya casi un año.
Un día de primavera, frente a su tumba, mientras el sol apenas calentaba por la frialdad de la brisa sureña, depositó una gran rosa blanca que besó largamente. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
–Adiós, Maeva, me enseñaste a amar. Nunca te olvidaré.
Pablo despertó bruscamente de su ensueño cuando, con suavidad, su amigo Carlos le tomó el brazo. Jamás le habló de Maeva, tampoco lo interrogó acerca de ella, sabía que Sueño de Amor era su pieza favorita y había escuchado el origen de su placer para tocar en el piano la melodía que lo transportaba a su juventud. Respetando el escondido dolor de su amigo, llamó al mozo y pagó la cuenta.
Se retiraron en silencio, mientras escuchaban las últimas notas de Sueño de Amor.


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