FUI CÓMPLICE, Y POR TANTO, CULPABLE

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Me miraba con sus ojos de cabeza de alfiler. Tenía el pelo recogido hacia atrás y los prejuicios desparramados hacia delante. Su fachada estaba pintarrajeada para intentar disimular la podredumbre de sus fundamentos. No sabía sonreír. Sólo lograba exhibir una mueca corrupta, errónea, alejada del término medio y ajena a la recta razón. Ella ya me había hecho esa pregunta odiosa, una pregunta que lo dice todo de alguien, o, por lo menos, eso espero, lo peor. Hubiera sido necesario que yo le respondiera de un modo franco, pero fui un estúpido en la medida en que la estupidez suele ir abrazada del silencio más odioso y patético. Y de esta forma, siendo consciente de mi equivocación, entré en su sucio juego, el juego de los prejuicios, del estigma, y el racismo. Fui cómplice y, por tanto, culpable. Al cabo, me despedí y me alejé de ella encorvado por el plomo denso y pesado de la mala conciencia.


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