ALIMENTANDO AL LEVIATÁN (5)

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He perdido la noción del tiempo. Ya no sé cuántas horas llevo haciendo cola. ¿Acaso toda mi vida? Podría ser. Sea como fuere, me pregunto, acaso por puro aburrimiento, qué es lo más preferible para el hombre. Y la respuesta que se me ocurre es no hacer cola, y en caso de hacerla, dejar de hacerla lo más pronto posible. Me sonrío como un bobo satisfecho de sí mismo habida cuenta de que por un momento soy a la vez, nada más y nada menos, que el rey Midas y Sileno. ¿Pero cómo? ¿Qué me ha caído en la cabeza? Miro al cielo y me toco el pelo. Comienza a llover. Por ahora solo son unas gotas inofensivas que se estrellan erráticas aquí y allá. De todas formas, aunque caiga un diluvio no abandonaré la cola en la medida en que mi elección es irrevocable. Y como yo, nadie la abandonará, llueva, nieve o caiga el sol hecho pedazos sobre nuestras cabezas. Con todo, la mujer roedor que se come las uñas me mira como si tuviera que decirme algo importante. Bajo la mirada cobardemente, como si de esa forma pudiera escabullirme de su innecesaria existencia. No obstante siento que los ojos de la mujer me están escrutando. El peso de su mirada me aplasta contra el suelo como si ésta tuviera un pacto con el diablo para enviarme a las profundidades del infierno. ¡Qué quieres!, exploto lleno de ira. La mujer se asusta y se vuelve temblando. ¡Traed esa pistola, haced el favor!, exclamo en mi fuero interno. Alguien me toca el hombro. Me doy la vuelta y veo el hombre cerdo que, para mi sorpresa, en vez de gruñir habla. Pídele disculpas ahora mismo a la señora; no se puede tratar así a la gente, me conmina el hombre cerdo. ¿No se puede tratar así a la gente? ¿Por qué no? -empiezo- ¡A lo mejor sí se debería tratar así a la gente! ¿Lo discutimos? Pero no llegamos a discutir la cuestión pues el hombre cerdo me arrea una bofetada que me hace caer al suelo. No sin cierta dificultad me incorporo y cobardemente -otra vez- le pido disculpas a la mujer roedor bajo la pestilente y hostil mirada del hombre cerdo.


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