SOBRE LA NORMALIDAD

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Me gusta subir de vez en cuando a Puiggraciós, dejar el coche en el parking del santuario y ascender a pie desde el Coll de la Tripeta hasta la parte más elevada de los Cingles del Bertí a través de la pedregosa pista del grau Mercader. Una vez arriba, tomo el primer sendero a mi izquierda para que me conduzca a una especie de terraza natural que la propia montaña me proporciona para contemplar las vistas aéreas que van desde la Vall del Tenes, al Vallés y a una diminuta Barcelona, pudiendo contemplar, si el día es claro, la línea del mar moteado por unos puntos oscuros aparentemente estáticos que no son sino barcos. Es agradable estar ahí arriba, sentir el aire fresco en la cara que sube del precipicio, escrutar el horizonte y dejar que el pensamiento fluya por sí solo, sin ponerle condiciones de ningún tipo. Aunque, la verdad, la última vez que subí, mis pensamientos quedaron en un segundo término, pues la acción, por decirlo de alguna forma, tomó el protagonismo. Ese día, para empezar, cuando ya llegaba a la parte más elevada de la pista del Grau Mercader, me encontré con un tarado con los pantalones bajados, el pene al aire y los brazos abiertos. Estaba orientado de esta guisa hacia el vacío del barranco que tenía bajo sus pies. Escuchó mis pasos y el tarado movió la cabeza para observarme con una idiota sonrisa dibujada en su rostro. Hice que no con un gesto para darle a entender que él era un imbécil y yo alguien razonable que desaprobaba su actitud. No me dijo nada y se volvió de nuevo hacia el vacío. Y yo continué mi camino sintiéndome afortunado de no ser un tarado como aquél. Mi normalidad, supongo que lo puedo decir así, me hace superior a seres decadentes como el tarado, y esto es, claro está, una responsabilidad, pero una responsabilidad que llevo con mucho orgullo a cuestas. En fin, al cabo llegué a la terraza natural de la que ya había hablado antes y me senté sobre unas piedras que lindan con el precipicio para contemplar cómodamente el horizonte. Se me escapó repentinamente una carcajada. Pensaba en el tarado de antes y en todos los desequilibrados que rondan este mundo. Hay demasiados, me dije en mi fuero interno, y aunque algunos son divertidos, la mayoría son peligrosos y hace que la humanidad sea peor. Otra carcajada se me escapó acompañada, esta vez, del graznido de un cuervo que en ese momento sobrevolaba los Cingles. Me vino la imagen del pene del tarado, un pene ridículo que apuntaba excitado en dirección al precipicio... ¡Patético!

De pronto un ruido interrumpió mis pensamientos. Me volví para ver cómo se aproximaba hacia mí un joven tocado por una gorra con visera, con los los ojos ocultos tras unas gafas de sol y con una mochila y cuerdas a cuestas. Nos saludamos cuando éste pasó por mi lado. Y no podía ir mucho más allá, porque a escasos metros estaba el precipicio, el vacío. El joven dejó la mochila y las cuerdas en el suelo y se tumbó para aproximarse como una cucaracha al borde del precipicio.

-¿Qué miras, vas a bajar por ahí? -le pregunté.

-Hoy no -empezó el muchacho-. Sólo estoy mirando cómo es la pared. Quiero venir otro día con un amigo y abrir con él una vía.

-Ah, ya -murmuré, y me levanté para aproximarme al joven escalador, el cual seguía recostado en la frontera entre lo tangible y lo intangible-. ¿Y no es peligroso escalar estas paredes? -inquirí una vez estuve a su lado.

El muchacho, desde el suelo, me miró levantando la vista.

-¡Qué va! Sólo hay que tomar las medidas de seguridad adecuadas y ya está -me respondió con gran aplomo.

Moví la cabeza afirmativamente y el muchacho volvió de nuevo su mirada hacia el precipicio para escrutar aquella pared de piedra. Aproveché ese momento para patear con furia al joven escalador, el cual gritó más por el miedo que por el dolor. Pero no le dio tiempo de gritar mucho más, pues logré con la fuerza de mis patadas precipitar el muchacho al vacío. Tan pronto su cuerpo se estrelló contra el fondo rocoso del precipicio sus gritos cesaron súbitamente. Me sentí satisfecho. En el mundo sobran personas, ¿no es cierto? Escaladores también. Nada como contribuir a mejorar las cosas, es mi deber, mi responsabilidad, porque yo soy alguien normal, alguien que está en su sano juicio. Y alguien que reflexiona rectamente, como es mi caso, a veces tiene que llevar a la práctica sus reflexiones, es decir, ejecutar -por muy injusto que pueda parecer- lo que dicta la recta razón.


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