Muerte se Escribe con X. (Capítulo 5/5). Final.

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Un Desagradable Desenlace.
Después de resumir los datos que la policía tenía sobre los misteriosos crímenes, el Comisario Jefe se dirigió  a sus tres jóvenes subalternos que estaban sentados en los cómodos sillones de su oficina.
—¿Se me olvidó algún detalle, estimados colegas?
Los policías se miraron entre ellos y Carrados tomó la palabra.
—Comisario, hay un punto que me tiene preocupado. Se trata de la evidente falta de huellas, restos de cartuchos u otros en los sitios de los sucesos.
—Excelente, Inspector, es el detalle que también me preocupa. El o los asesinos aparentemente conocen nuestra rutina … –Se rascó la cabeza y su mirada se perdió en algún punto de la pared, dio un enorme suspiro y lanzó una dolorosa frase—  ¡ Dios me perdone, pero sospecho que se trata de personal nuestro!
El silencio fue la aprobación tácita de los tres jóvenes sabuesos.
Alguien golpeó fuertemente en la puerta. Se trataba de un detective que se excusó  por interrumpir la reunión.
—Señor, uno de los funcionarios infiltrados en la población, donde estamos vigilando una casa lugar en que los narcotraficantes entregan la mercancía a vendedores minoritarios. Lo más interesante de todo es que el ojo avizor de un colega vio que en las cercanías ronda un anciano que cojea. De acuerdo a las órdenes de la superioridad debemos avisar a usted y su grupo especial.
Sin muchos preámbulos, el Comisario corrió con los  jóvenes a las patrulleras, donde dio breves y concisas disposiciones a los otros “ratis” dispuestos para tal acción.
—Sigilo, caballeros, harto sigilo. Llegaremos hasta doscientos metros, nada de sirenas ni luces, yo les daré la señal radial para evitar que se escape alguno de los bandidos.
Era un hermoso atardecer y efectivamente en el sector señalado había un hombre entrado en años, sentado en el suelo comiendo un emparedado con una bebida gaseosa. Sus ojos estaban pegados en la casa sospechosa y no prestó atención a la mujer encinta que se detuvo a pocos metros de él; era una pobladora más que, sin mediar aviso, se puso a vomitar con tal escándalo que el anciano no pudo evitar echarle una mirada. Movió  la cabeza como desaprobando y volvió a su negocio de observar; se puso de pie cuando vio que dos individuos se bajaron de un automóvil y estaban abriendo la puerta.
Con agilidad se aproximó, sin darse cuenta que la embarazada lo seguía a un par de metros.
—Amigos —les dijo en voz alta—, quiero unas moneditas.
Los dos hombres quedaron sorprendidos por la actitud del anciano y cuando quisieron reaccionar ante la sospecha despertada por el desconocido, lo hicieron demasiado tarde. El viejo les lanzó una especie de bola y echó a correr, seguido por la mujer.
—¡Una granada …!  —Fue lo último que dijeron en su vida, pues la explosión los mató. Casi inmediatamente se escuchó otro estruendo en el interior y el techo voló por los aires; seguramente los elementos volátiles usados para purificar la cocaína que había allí, habían explotado también y dejaron más muertos en el interior.
La Detective disfrazada golpeó la corva de la pierna del vejete y lo lanzó al suelo. Ya estaban sobre él Carrados y González que lo redujeron y quitaron la peluca blanca.
El Comisario y una docena de policías más llegaron corriendo; trataron de apagar un principio de incendio.
Con sorpresa el Detective Gonzálesz vio la cara de dolor que tenía el Jefe, mientras miraba al delincuente detenido.
—¡Por favor, San Martín, dejaste las filas de la institución para dedicarte a matar delincuentes!
—¡Y de qué otro modo se puede hacer justicia en este país, Jefe!
Con un gesto perentorio ordenó a otros policías que sacaran de su presencia a un Detective que había sido uno de sus subalternos y que había equivocado el camino de la ley.
La dulce voz de Mireya trataba de consolar al Comisario, quien tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Jefe, cálmese, es doloroso, pero ya ha sucedido otras veces. Colegas aburridos por la mala justicia de nuestro país siguen cometiendo estos delitos. Lo siento también por él, pues irá a cumplir condena a la cárcel.
Los cuatro subieron a una patrullera que se alejó del lugar atestado de funcionarios y bomberos que estaban retirando cadáveres de los narcotraficantes fallecidos dentro del improvisado laboratorio.
El Inspector Carrados silencioso escuchó la voz de su Jefe.
—Un triunfo sin nada que festejar —Y lanzó un sollozo.


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