LA VENGANZA

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LA VENGANZA

 

Gonzalo Alfaro Fernández

 

 

 

Aquella mañana no lo despertaron las campanas; tampoco los gallos pavoneándose en el corral. Los remordimientos lo desvelaron mucho antes: tenía prendida al estómago una angustia que se le derramaba por el alma hasta estremecerlo de vómitos y maldiciones. Pasó la noche revolviéndose entre las sábanas, atravesado por una punzada amarga. Apenas un par de lágrimas, hombre cosido a adversidades, y se incorporó de un salto dispuesto a cumplir su destino con la resolución de quien ha de acatar un veredicto inapelable. Se lo exigían a partes iguales su hombría y su conciencia. Eran las seis de la mañana.

 

  Alcanzó la carta que había dejado sobre la mesita la noche anterior y la releyó por enésima vez. Las manos le temblaban al hacerlo y los labios le dibujaban un arco de dolor y desprecio, de desgana de vivir, maldito mundo. Casi podía palpar en la caligrafía el tacto de su boca de mulata, su humedad caliente, su olor a esta vida me desangra pero te amo hasta morirme. Porque era la boca de María, su boca grande y primitiva, exenta de idealismo, su lengua de pureza y lametones impúdicos como metáforas, paradojas maltrechas de la mala suerte que tuvo de nacer en un mundo podrido de ambiciones, ella, María, su María, que sólo sabía escribir besando, mojando el alma en lo más profundo.

 

  Retiró la mesa a un rincón, la silla sobre ella, dejando libre bajo la ventana el espacio que antes ocuparan, y entonces alcanzó y apiló los libros que se hallaban desparramados por el suelo de la habitación; libros que apenas consiguieron aliviar su soledad en noches de frío y lluvia, y en la canícula y en otoño y en todas las estaciones de diez años de arrepentimiento y exilio. Allí mismo, en el suelo, les prendió fuego sin pena, arda Dostoievsky, ardan Pessoa y Baudelaire, Cervantes y la madre que los parió a todos, almas demasiado grandes para entender la mía mezquina y cobarde.

 

  Y ya cuando el crepitar de los genios no alcanzaba a silenciar sus sollozos, se encaminó al dormitorio y abrió el segundo cajón de la gaveta. Extrajo un puñado de manuscritos donde estaban garrapateados sus sentimientos de hombre mortal en forma de diario, y con ellos en la mano se supo vulnerable sobre todas las criaturas hasta que un calambrazo le recorrió la espina dorsal. Los arrojó al fuego también, cenizas sobre cenizas, se dijo, dando nuevo pábulo al demonio, y sonrió lenta y tristemente, moribundo de memoria.

 

  Por última vez acarició con ternura la carta de María, se la restregó por la nariz para aspirar una vez más su olor de sábanas manchadas, santo sudario impreso con su cuerpo de negra exuberante, su sexo peludo y voluntarioso, su chorrear a conciencia, su resignado contornearse y gemir al ritmo del calvario. Necesitaba hacerlo para saber su voluntad rendida, para cerciorarse de que su arrojo estaba empeñado, que su valor obedecía a un fin noble y justo que trascendía su propia razón de ser. Y es que la carta exhalaba tiempo: de recuerdos, de sensaciones, de sueños, de ilusiones, de fragmentos de porvenir desencajados, pero sobre todo de tantas y tantas pequeñas y apuradas fracciones de felicidad que nadie ya podría arrebatarle, victorias pírricas con un regusto amargo, pero tan intensas que mereció la pena. Sí, en la carta estaba su huella, tenía la cualidad de la sangre que fluye bajo la piel de la civilización, salvaje y verdadera, como una serpiente enroscada en las entrañas.

 

  ¡Al fuego también, que arda todo! Su vida entera se le agolpó en las sienes hasta abrasarlas. La cabeza le daba vueltas, se mareaba por momentos. Estaba descubriendo que las letras dibujan siluetas de fuego más conmovedoras que las propias llamas. Y se sintió tan vacío que se dio asco. No era ya saberse un miserable sino sentirlo, porque las cosas que de verdad importan son las que se sienten sin necesidad de pensarlas. Ni siquiera de saberlas. Se decía que este mundo es ruin y mezquino, pero no era excusa suficiente, él no hizo nada por cambiarlo. Y si la carta ya de por sí alteró lo bastante su ánimo, esta revelación tardía, o este reconocimiento tardío de su mísera condición humana lo confirmó en su decisión de enmendar el error que había arruinado su vida y su conciencia para siempre.

 

    

  Partió en la alborada hacia la estación de autobuses sin más equipaje que su propia determinación y la seguridad de no volver. Se internó por callejones lúgubres para evitar el embarazo de una despedida. Prefería los perros vagabundos y las reyertas a navajazos a las explicaciones. Caminaba deprisa, arropado en su descosido gabán, imposible saber si para evitar el encuentro hostil con algún borracho o para despistar al frío.

 

  Cuando llegó a la estación se dirigió a la taquilla sin levantar la cabeza ni mirar a nadie, inmerso en sus pensamientos. Dos señoras que allí estaban sentadas esperando probablemente la llegada de algún familiar hicieron el ademán de saludarlo sin obtener respuesta. Ya tenían de qué hablar. Por supuesto ninguna de las dos podía siquiera imaginar el infierno que bullía en su cabeza. Menos aún sospechar que sería la última vez que lo verían. No sabían que de haberse detenido a saludarlas el desconcierto hubiera sido mayor, porque la única respuesta que habrían obtenido a su curiosidad hubieran sido dos ojos inyectados en sangre y odio.

 

  Compró el billete, y cuando el dependiente quiso darle el cambio lo rechazó con un gesto inequívoco de desprecio. Entonces se fue a sentar afuera, al descubierto, con un frío que atería las entrañas.

 

  Gabriel era de mediana estatura, delgado, fibroso y moreno. Tenía el rostro afilado como una navaja de crimen y sus arrugas prematuras delataban años de indigencia. Poseía esa fisonomía anacrónica, incalculable y huidiza, que concede la intemperie espiritual a quienes profesan su culto: una especie de oscuro manto que envuelve y guarece a los desheredados de universos compartidos, a los solitarios, a los espíritus errantes, aquellos que calzan pensamientos de otras extensiones, que gastan ropas cuyas medidas de tiempo no corresponden con las suyas, indumentarias extemporáneas zurcidas por una extraña lucidez rayante en la desidia, la desilusión, el aislamiento, la incomprensión, el desaliento, la desesperación. Sólo sus ojos se salvaban de aquel naufragio de miseria como dos faros en un mar sin piedad; ojos de una profundidad insondable, de haber visto lo que ningún ser humano jamás debería ver: verse tan adentro, limpio de orgullo, de vanidad, de esa basura con que nos lustramos para no asustarnos demasiado, para dar sentido a nuestras vidas absurdas. Él se había mirado desnudo de egoísmo y eso es clavarse en el costado una daga del tamaño de una cruz. Por eso sus ojos revelaban algo más que un simple latir, lo revelaban en su esencia, como nunca se revelan los hombres, o casi nunca, ni siquiera los animales, sin la máscara, siglos de drama en las pupilas, el desamparo, ¿por qué nos has abandonado?...

 

 

Por falta de espacio continúa enhttp://rompiendovientos.blogspot.com/p/prueba.html


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