Fantasías de medianoche

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Acababan de dar las dos en el reloj de cuco del comedor. Pendiente de la alarma del móvil que no tardaría en sonar, no hacía más que dos días que había quedado con un muchacho en una aplicación muy conocida de internet. Estaba nerviosa. Nunca antes había cometido lo que para mí se me antojaba una insensatez en toda regla. La casa estaba vacía aquel fin de semana, mis padres aprovechaban aquel fin de semana de invierno para disfrutar de la nieve y en cuanto me habían dado la noticia, solo se me había aparecido en mente el torso desnudo del hombre de su fotografía de perfil. Su nombre, Yoao, de nacionalidad brasileña, a cada palabra que me escribía me lo imaginaba susurrándome al oído en tono sensual con su hablar tan característico. Hacía meses que había cortado con mi último novio. La relación que en sus inicios había sido perfecta, se había deteriorado de modo que no había encontrado otra alternativa más que su final.

La alarma me sorprendió leyendo por encima las páginas de un libro sin ser capaz de prestar atención a su contenido. A continuación, el timbre sonó y con los nervios a flor de piel, fue a mirar mi reflejo en el espejo: con el espeso rizado y revoltoso cabello recogido en una coleta alta, me la deshice para verme más femenina, me lamí los labios para verse más jugoso e inspiré hondo decidida a terminar con aquella sequía que tantas y tantas semanas estaba durando. Ni el consolador que una amiga, consciente de mi estado amoroso y con malicia, me había regalado para mi cumpleaños suplía lo que mi cuerpo ansiaba con desespero. Yoao era perfecto para pasar página de aquel calamitoso pasaje de mi vida: respetuoso y atrevido, no fue hasta los dos días de conversaciones constantes que había expresado su deseo por poseer cada centímetro de mi cuerpo con su lengua.

Una corriente eléctrica me invadió de arriba abajo cuando Yoao volvió a tocar el timbre. Comprobé que mi sonrisa fuera blanca reluciente, me subí los pechos en un intento por que parecieran más voluminosos y le abrí tan radiante como un foco de luz en mitad del océano. Lo repasé de arriba abajo: de casi metro ochenta, fuertes músculos debajo de una camiseta de manga corta y unos pantalones tan ajustados que le marcaban un redondo y espléndido culo, me sentía atolondrada los segundos necesarios para asimilar aquel monumento moreno a la belleza y la masculinidad.

 –Disculpa –susurró él con su marcado acento–.¿Sabina? –preguntó de repente.

 Agité la cabeza y sonreí, aún con la mano apoyada al marco de la puerta.

 –Sí, perdona. Es solo que... –Me detuve. ¿Qué decir, que estaba como un maldito tren? –Pasa, pasa. –Le invité a entrar, su simple presencia inundaba todo el comedor.

Lo veía allí detenido, dubitativo, no sabía si quedarse parado o sentarse en el sofá. Su incomodidad era casi tangible. Había esperado que en el momento del encuentro él fuera quien llevara la iniciativa, el que me cogiera en brazos y me tumbara en la cama. ¿Había esperado demasiado? Era una mujer del siglo xxi, ¿cómo era posible sentirme tan vulnerable ante una situación que para muchos y muchas era común y normal? Me retorcí los dedos y avancé sobre mis pasos hasta captar su atención, rozando mi mano sobre su espalda.

 –¿Quieres algo para beber o algo… ? –Se giró, y de reojo me brindó una mirada que me desarmó. Tragué saliva y me armé de valor– ¿O simplemente quieres ir a la cama?

Aquella idea le gustó más, lo vi en sus ojos, en su mirada, en su sonrisa de satisfacción y no necesitó verbalizar la respuesta. Me alzó con sus fuertes brazos y rodeé mis piernas en su cintura.

 –Pensaba que no me lo preguntarías nunca.

De golpe, me soltó boca arriba sobre el sofá e introdujo su mano dentro de los pantalones, deslizando los dedos hasta mi interior y provocarme sacudidas de placer jugando con mi clítoris. Exhalé un suspiró de placer y me derretí como la mantequilla. Besando sobre mi cuello, con la otra mano me subió la camiseta y me bajó el sostén para morderme los pezones lentamente. Mi pelvis se elevaba cada vez que sentía la sacudida de placer en mi organismo en respuesta a sus habilidosas manos.

Sin pensarlo dos veces, me quité las zapatillas, los pantalones y las braguitas mientras él sacaba uno de los condones que guardaba en el bolsillo trasero y se bajaba los pantalones. Me abrí de piernas ante él con rostro de necesidad y urgencia y él hundió su cabeza en mi interior para darme placer con la lengua. Jadeé con cada lamida, con cada mordisco al clítoris y llegué al orgasmo en medio del sudor y el olor a sexo sobre mi piel.

Se detuvo, y con ambas manos me dio la vuelta, con las rodillas sobre los cojines, se introdujo en mi interior con un empuje contundente y bestial hasta el fondo. Sacó su lánguido y exponencial pene para volver a arremeter sin piedad, una y otra vez, entre gritos y jadeos de goce y placer.

–Sabina –dijo una voz femenina que oí de fondo–. ¿Sabina? –repitió. Mi hermana mayor me zarandeó por los hombros y abrí los ojos. Estaba en mi habitación, con un libro entre las manos. Todo había sido un sueño- Es tarde. A dormir. 

El reloj sonó a las doce de la noche. Dejé que el libro cayera al suelo, me retumbé en la silla de mi habitación decepcionada y me llevé las manos a la cara.

–Quiero un Yoao en mi vida –susurré para mí misma.

La mujer me miró extrañada, incapaz de seguir el hilo de mi súplica.

 –¿Quién es Yoao?

 El hombre perfecto, pensé tras un largo y profundo suspiro.

 

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