Plenilunio de mi Juventud (lll)

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Plenilunio de mi Juventud (lll)

 

      Todos estaban muy ocupados en la diversión, mi corazón latía apresuradamente; mi natural timidez de adolescente intentaba detenerme, más la ingesta alcohólica había hecho su efecto. Con decisión salí, me acerqué a ella  y ambos caminamos en silencio hasta las crepitantes llamas; nadie parecía prestarnos atención, todo el mundo estaba entretenido en conversar y reír, en comer y beber, total se trataba de un velorio y había que pasarlo bien.

     —¿ Quieres contemplar la luna desde los sauces? Allá, junto al estero  —lo dijo mirando al fuego. Su voz me sonaba suave y dulce, ya no había burla en ella.

      —¡ Acompáñame! —Rogó quedamente, con su cabeza medio gacha como una niña culpable. Le respondí con un leve " Sí" que me salió estrangulado por el nudo que atenazaba mi garganta.

      —Te espero  —con mucha habilidad para su juventud, simuló dirigirse a la casa, pero la bordeó y la vi perderse entre los matorrales.

     En mi interior comenzó una lucha entre la cortedad de un muchachito que había robado besos a compañeras de juego en la infancia, tan cercana todavía, y el hombre que pugnaba por surgir con el natural instinto de preservación de la especie. Con la considerable ayuda de las copas de vino que había tomado, resuelto y mirando de reojo al resto de los "enfiestados", caminé rectamente hacia los sauces, deseando que si alguien me veía creyera que iba a hacer mis necesidades fisiológicas.

     Mientras mis tímidos pasos me dirigían hacia el estero, entendí confusamente que este era el preludio de algo que cambiaría mi vida de niño a hombre. La luna llena hizo su aparición majestuosa, iluminando el sendero, pero igual tuve algunos tropezones antes de llegar a los árboles y aún no lograba ver a mi amada Elena, pero su voz me llamó desde la sombra.

     Cuando estuve junto a ella, sus verdes ojos brillaban en la penumbra. Ya no reía, su mirada me examinaba y su respirar era anhelante; no me atreví a tocarla, comprendió que mi azoramiento era un obstáculo y no vaciló en tomar mis manos entre las suyas, cálidas y suaves.

     —Mira, ¡Qué hermosa está! —Murmuró, alzando su bello perfil hacia el rutilante astro. Su rostro estaba muy cerca, percibí su perfume y trémulo la abracé fuertemente con torpeza. Busqué sus rojos labios entreabiertos y los estrujé en beso ardiente; ella, muy sabia, introdujo su lengua acariciando la mía y me enseñó las delicias de su boca con aroma a menta silvestre. Cada célula de mi cuerpo estaba excitada,  la locura y la pasión se apoderaron de nosotros cuando mi primer amor se ciñó a mí; sentí sus firmes senos enhiestos, su vientre, sus duras nalgas y piernas. ¡ Ya nada ni nadie podía detenerme!

     La tomé en mis brazos con sorprendente facilidad y la llevé hasta la  cómplice sombra de los sauces, para depositarla suavemente sobre la hierba. Nos acariciábamos mutuamente, Elena musitaba apasionadas palabras; sentí que mi pulso aumentaba su ritmo y al besar su nacarado cuello escuché el frenético tambor de su pecho y su agitada respiración. Un gemido escapó de sus labios e impetuoso busqué entre sus delicadas ropas y sin darme cuenta, mi erguido miembro guiado por ella, la penetró llevándome al Walhalla que no conocía. Su constante gemir y su movimientos me hicieron recordar a un potro cruzando a una hembra y mi fantasía la asoció con cabalgatas sobre una briosa y blanca potranca, que jadeaba y murmuraba  palabras de amor que son sólo para mí y que, como un preciado tesoro, las guardaré para siempre  en el arcón de mis recuerdos.

     La pálida luz de la reina de la noche fue testigo del gritito de mi amada cuando llegó al clímax e hizo que en mí estallaran mil luces de colores y nuestros cuerpos fundidos en uno solo, se estremecían en oleadas de placer y poco a poco pasamos a un maravilloso relajo que nunca antes había conocido. Agitada respiración nos embargaba, mientras su sedosa cabellera descansaba en mi hombro. Todo había cambiado para el muchachito tímido, sentía que ella me pertenecía, que el mundo y la vida eran bellos.

     Percibí por entre las ramas de los sauces que la diosa Selene nos espiaba desde el cielo oscuro, rodeada de un séquito de estrellas que, cual gemas brillantes, nos guiñaban  parpadeantes. Hasta ese momento no había escuchado el cantarín deslizar de las aguas del riachuelo, más allá el croar de las ranas y el violín de un grillo; fue el comienzo de un concierto nocturno de seres invisibles que acompañaban nuestra felicidad, incluso el disonante chillido de un ave tenebrosa y el lejano mugido de un toro sonaron a música en mis tímpanos. Una suave brisa movió las ramas del bosque y los sauces iniciaron una suave danza para nosotros.

     Mis pulmones se llenaron del vivificante aire perfumado de flores silvestres y miré hacia la casona que parecía encendida por las fogatas que la rodeaban. Sí, allá junto a la muerta, oí la risa de los vivos, festejando a la pálida parca, en tanto que dos jóvenes amantes gozaban  la vida junto a la naturaleza que se niega a morir.

     Los festejantes se veían como sombras fantasmagóricas junto al fuego y alguien comenzó a cantar una vieja canción que terminó por ser coreada por todos: " Ay luna lunera, cascabelera, dile a mi amorcito por Dios que me quiera..."

     Sí, así ocurrió... en un verde lecho junto al estero, bajo la sombra de los sauces en una noche de plenilunio que aún evoco, como un bello sueño... muy lejano ya.

 


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