Almas Fragmentadas

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Almas fragmentadas

©Natalia Lozano

 

Los tímidos rayos de sol se colaban en la estancia a través de los ajados postigos que el tiempo se había encargado de envejecer con su paso constante, certero e incansable, e inundaban la habitación con delicadeza, como si pidieran permiso a sus dos ocupantes para pasar y acariciarlos con su calidez.

El hombre llevaba unos instantes despierto, desde que había abierto los ojos sin prisa y se había encontrado con el rostro de ella muy cerca del suyo, respirando dulcemente aún sumido en un sueño plácido y certero. Se había incorporado para contemplarla con adoración, con su espalda desnuda apoyada contra el maltrecho cabecero del lecho y las sábanas cubriendo su cuerpo hasta la cintura.

Podría haber permanecido el resto de la eternidad allí sentado, observando a la mujer a la que tanto amor profesaba descansar en el lecho a su lado, y nunca se habría sentido cansado de mirar el rostro angelical que intentaba grabar, trazo a trazo, en su memoria.

Mas no quiso el destino que así fuera, pues la mujer, como sintiéndose observada, se revolvió con suavidad y abrió los ojos lentamente, despertando con delicadeza de su letargo de ensueño. Poco tardaron sus ojos castaños en encontrarse con los del hombre, que con tanta ternura la miraba.

-Alonso… -Susurró ella con un hilo de su dulce voz femenina, pestañeando repetidamente mientras terminaba de despertar. –Pensé que había sido un sueño… -Continuó, y le deleitó con una hermosa sonrisa que hizo que el corazón del hombre latiera con más presteza.

La noche había sido corta, dulce e intensa, y casi les había sorprendido la mañana cuando, envueltos el uno en los brazos del otro, habían quedado dormidos bajo las sábanas de tela y el edredón ambarino, testigos silenciosos de su apasionada muestra de amor. Pero el día había llegado, y con él, la cercana despedida que tanto había temido.

-Soy uno de vuestros sueños, mi Blanca. –Dijo él, con la melancólica mirada plagada de nostalgia y añoranza. –Pero no debéis temer, siempre estaré a vuestro lado. –Terminó, inclinándose sobre ella para cubrir con uno de sus brazos el torso de la mujer, cuya piel clara y lisa reposaba delicadamente sobre el jergón.

-Lo sé. –Respondió ella, sin dejar quebrar su suave sonrisa. Sin embargo, su mirada tornó en nublada, y sus cejas expresaron una mal camuflada tristeza. –Sé que sois mi ángel, y que me tenéis presente en vuestras oraciones. –Continuó, mientras cogía la mano de Alonso y la llevaba hasta su rostro de mujer para ponerla contra su mejilla y besarla con ternura. –Y yo os tengo en las mías, esposo. Y también a él. –Siguió, llevando la mano hacia su desnudo vientre, donde dejó que el hombre la posara con delicadeza y se deleitase con la imagen en su mente de la vida que crecía en ella.

-¿Cómo sabéis que es un niño? –Preguntó él, tragando saliva al sentir cómo se le formaba un espeso nudo en la garganta, acariciando con ternura el vientre de la mujer, en el que empezaba a apreciarse un disimulado embarazo. –Bien podría ser una niña… -Dijo, fingiendo que no sabía ya cuál era el sexo del pequeño al que había incluso conocido en una época posterior.

-Mmmm… -Meditó ella, sin dejar de mirarle a los ojos. –Lo sé, sólo lo sé. –Respondió. –Será un varón, y se llamará Alonso, como su padre. Alonso de Entrerríos. –Afirmó, volviendo a iluminársele la sonrisa de aquella manera tan especial mientras empezaba nuevamente a sentirse adormilada

El hombre, conteniendo con dificultad las lágrimas que humedecían ya sus morenos ojos, volvió a fundirse en un abrazo con su mujer, henchido de orgullo y disfrutando del aroma de la piel de ésta.

-No sé qué he hecho para mereceros. –Confesó en un susurro, mirándola con adoración. –Pero sea lo que fuere, me hacéis el hombre más feliz del mundo. –Terminó, dejando entrever al fin una media sonrisa mientras acariciaba con infinita ternura los cabellos desordenados de Blanca, que poco a poco se fundía de nuevo con el reino de los sueños.

Sin embargo, aquel cálido momento se vio interrumpido cuando un pequeño escalofrío le recorrió de arriba abajo, haciéndole consciente de que se le agotaba el tiempo. Sabía que debía marcharse, que debía atravesar la puerta que de nuevo le llevase al futuro antes de que sus compañeros se percatasen de su ausencia. Pero se resistía a ceder ante aquella idea que le atormentaba, consciente de que podría ser la última vez que viese a su mujer, a su Blanca.

Se vistió en silencio mientras ella dormitaba en el lecho, ahora con una de sus mitades vacías, y justo después de calarse el sombrero de ala y de sujetar su espada ropera al cinto, se inclinó sobre el rostro de su dormida esposa y la besó suavemente en la frente, con cuidado de no despertarla. No encontró palabras que susurrar que pudiera remendar su alma rota de nuevo a la de su mujer, por lo que tras observarla unos instantes, atravesó el quicio de la puerta mientras sentía cómo su alma se fragmentaba en frías y pequeñas esquirlas que no serían fáciles de volver a recomponer.

 

 

 

 


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