El metro

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Como cada mañana a la misma hora, Diego estaba puntual en su parada de metro dispuesto a ir a trabajar, al Puerto de Barcelona. Sentado en uno de los bancos centrales del andén, esperaba la llegada del tren. Subía en el vagón del medio y siempre dejaba escapar dos o tres metros porque no le gustaba la muchedumbre. Tampoco las prisas. Por eso salía de su casa con una hora de antelación.

Durante el rato de espera, Diego veía toda clase de gente y caras que con los días le empezaban a ser conocidas. Se había fijado en una chica. Salía del metro cuando él entraba. Habían coincidido unas cuantas veces y no podían evitar seguirse con la mirada. Ella no debía tener más de treinta años, era más bien delgada, con una larga melena rubia y casi todos los días vestía de sport y llevaba consigo una bolsa de deporte. Eso sí, iba perfectamente maquillada y sus ojos y labios lucían un brillo especial.

Un día, Diego llegó más tarde de lo habitual al metro. Con las prisas por intentar subir al vagón central, tropezó con la señora de la limpieza.

-¡Uy, perdón señora!

-No se preocupe- contestó Ana, así se llamaba la muchacha, girándose. Sus miradas toparon y ambos quedaron ruborizados.

Diego se fue sin decir nada. No sabía como reaccionar ante tal sorpresa. Desde aquel día, no subió al metro hasta que la veía y la saludaba.

El flechazo fue tal que a los pocos meses Diego y Ana se fueron a vivir juntos a la casa de él. Diego le explicó que trabajaba de mantenimiento en el Puerto de Barcelona y que un día irían y le enseñaría los barcos por dentro. Se había instalado en Barcelona hacía un par de años. Venía de un pueblecito del Pirineo Aragonés y había venido a la ciudad condal para ganarse mejor la vida. Pero siempre que podía se escapaba para visitar a sus padres ancianos. No tenía hermanos y con algún que otro amigo se veía, pero era una persona más bien casera. Ana… A Ana no le gusta hablar de su vida privada. Además de en el metro, trabajaba limpiando en casas de la zona alta y pija de Barcelona así que, a pesar de no ser un trabajo que le entusiasme, le pagaban bastante bien por ello. Vivía en el centro de la ciudad compartiendo piso con otra chica. Los dos tenían un carácter muy reservado y se relacionaban poco con la gente.

La noticia del embarazo les pilló por sorpresa, pero ambos estaban encantados, más él que ella. Tuvo un embarazo tranquilo y Diego la cuidaba como nunca, dándole todos los caprichos que a Ana se le antojaban. Fueron un fin de semana a ver a los padres de él para que conocieran a Ana y también para darles la buena nueva.

-Deberíamos decírselo también a tus padres. Se alegraran de tener un nuevo miembro en la familia- le dijo Diego a Ana, extrañado de que nadie de su familia supiera nada sobre su estado.

-Ya lo sabrán no te preocupes. Déjalos en paz. Además viven muy lejos y no tengo ganas de ir a verlos en mi estado.

-Pero, aunque sea una llamadita de teléfono…

-¡He dicho que no!- le interrumpió Ana.

La pérdida de su bebé fue un trauma que les costó superar. Sobre todo a Diego, que estaba muy ilusionado con la llegada de su pequeño. Ana se comportaba como si no hubiera pasado nada. Y esto irritaba y mucho a Diego. Esto les fue distanciando poco a poco. Ya no dormían juntos, pero lo que más indignaba a Diego era el comportamiento de Ana. Tenía mejor aspecto que nunca, dejó a un lado la ropa de sport y pasó a vestir de manera mucho más elegante, incluso para ir al trabajo. Ya no le importaba llegar cansada a casa y quedarse encerrada toda la tarde esperando al día siguiente. Diego ya no la esperaba despierto e incluso había noches en las que no dormía en casa. Hasta que un día se fue para no volver. A Diego no le quedó otra que resignarse.

Dos años después, en el andén de siempre. Mientras esperaba, a Diego le inquietaban las pataletas y llantos de un niño. No debía tener ni un par de años. Lloraba y lloraba. Parecía estar solo. El niño se tranquilizó. Lo miró. Se lo quedó mirando fijamente. Esos ojos… Esos ojos le resultaban muy familiares. Su brillo… De repente apareció Ana y cogió al niño.

-¡Joder, joder, joder!-vociferó Diego en medio de la estación-. Ana hizo caso omiso y se fue con su hijo.

No veía a Ana desde que se fue de su casa. Ahora sabía donde volverla a encontrar para pedirle una explicación. Aquel día… aquellos mareos. Ahora entendía porque Ana insistió en ir sola al médico. "¿Por qué querría alejarme de mi propio hijo? ¿Por qué me ha engañado de esta manera?" Diego se hacía preguntas que no tenían respuesta.

El día siguiente Diego se quedó esperando hasta ver a Ana. Algo más tarde de lo que en ella era habitual llegó a la estación. Se apeó del tren. No parecía la misma. Había perdido el brillo de sus ojos y su sonrisa encantadora. Vio a Diego e inmediatamente giró la cara, muerta de la vergüenza. Quería huir, pero Diego la agarró del brazo.

-¡Suéltame, me haces daño!- chilló Ana asustada.

-No, hasta que no me digas porque me has ocultado la existencia del niño.

Ana logró zafarse de Diego y casi llorando le pidió ayuda.

-Mi mari… mi marido me pega, quiero alejarme, esconderme de él, pero no puedo, siempre acaba encontrándome y pegándome. Cuando se enteró de que estaba embarazada de otra persona se puso muy furioso y me obligó a mentir, a decir que lo había perdido para quedarse él con el niño. Nunca conseguimos ser padres y para él era su mayor ilusión en la vida. Cuando te conocí, se me abrió el mundo, eras como una vía de escape para mí, pero al final, ya ves…

-Me engañas diciendo que has abortado, me ocultas que estabas casada y ahora me vuelves a buscar para que te de cobijo. Demasiado tarde.

Diego cogió al niño y se subió en el siguiente tren.


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