El banquillo

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Manolo estaba algo cansado e impaciente por el tiempo que llevaba esperando a Riquelme. Llevaba cerca de veinte minutos apoyado en la persiana del bar de Pepe y, en realidad, no sabía para qué le había citado allí su amigo. Lo único que tenía claro era que debía presentarse con su furgoneta, la de cinco plazas. Pero las razones de por qué y para qué debía acudir a aquel lugar no estaban nada claras. Parece ser, por lo que le contó Riquelme, que se trataba de algo relacionado con el extraño personaje que, vestido de payaso, vendía manzanas, en no muy buen estado que digamos, en el club al que iban los sábados. Sin embargo, lo que no entendía muy bien Manolo era qué tenía que ver su amigo con tan peculiar personaje ni mucho menos que pintaba él en todo aquel asunto.

Cinco minutos más tarde llegó Riquelme. De su mercedes salieron él y el vendedor de manzanas. Pese a que no iba vestido con su traje a cuadros ni llevaba un ápice de polvos talco en la cara, ni mucho menos el característico carmín de los payasos en los labios, su barba de varias semanas y su nariz ancha eran inconfundibles. Pero lo que le resultó más familiar a Manolo, en cuanto lo oyó hablar con Riquelme, fue su voz por la forma en que arrastraba una g  en cada palabra.

—Hola, Manolo. Perdóname por no haberte explicado casi nada. Pero es que me he cambiado de teléfono y a veces me lío un poco con él. —le dijo Riquelme a su amigo dejando atrás al payaso de las manzanas.

—¡Ah! Te presento a Zoriano del Docho —dijo presentándole a su amigo el peculiar personaje. —Aunque su nombre artístico es Corcocho. Como recordarás, es aquel señor que entró al club vendiendo manzanas aquel sábado.

—Un placer — Manolo le estrechó la mano al nuevo amigo de Riquelme forzando una sonrisa que pretendía ser cortés pero que apenas pudo disimular la chanza que le inspiraba dicho sujeto.

—Te he pedido que te presentases aquí con la furgoneta porque las cosas se han complicado bastante para este hombre, pero no solo para él, sino también para su familia. Por lo visto alguien los ha denunciado a Sanidad por el mal estado de las manzanas que vendía. Y como parece ser que la consejería ha visto indicios de responsabilidad penal, estamos citados a las diez en el juzgado de instrucción.

—Segñor, lagmento mugcho lagsss molegstias que le egstoy ogcasionando. Y le agradegzco singceramente que se hagya ogfrecido a llevargnos a mig famiglia y ag mí.—dijo Corcocho cabizbajo y con su peculiar forma de hablar que posiblemente debido al miedo por la denuncia y por la vergüenza era aún más ininteligible.

—Bueno, ahora solo nos queda esperar que llegue la mujer de Zoriano y su hijo. Por lo que me han contado vendrán en el autobús. No creo que tarden ya —dijo Riquelme.

Pero tras siete minutos de espera, el resto de la familia del payaso seguía sin aparecer por lo que el nerviosismo era más que evidente en Riquelme que no paraba de hacer crujir sus nudillos así como de alisarse su engominado cabello.

Justo en el momento en que Corcocho iba a abrir la boca para preguntarle a Riquelme si podía prestarle su teléfono con el fin de averiguar qué estaba sucediendo, los tres hombres vieron apearse del autobús una pareja.

Manolo, que siempre tenía la risa como particular rúbrica a todo lo que le pareciera fuera de lo común, se quedó, en cambio, con la boca abierta y los ojos tan abiertos como si hubiera visto a su madre llegar del otro mundo en cuanto tuvo ante sí a la mujer del vendedor de manzanas. Riquelme no solo dejó de atusarse el pelo sino que poco le faltó para que este se erizase como el de un puercoespín. El único que no pareció sorprenderse fue el payaso. Pues además de ser el que más estaba acostumbrado a contemplar a diario a aquella mujercilla de metro sesenta, de rostro similar al de una coneja rechoncha provista de incisivos enormes y naricilla respingona, el hecho de que fuese vestida con mantilla de blonda y llevase un rosario además de guantes, eran algo a lo que también estaba acostumbrado aunque en ocasiones especiales.

—Perog vagmos a verg, Soragya. Cuando te dije que teníagmos reservado el banquigllo no me refería al de la iglesia, sino al del juzgado.

 


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