Debut, Despedida y Rencuentro.

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Con Juancito debutamos juntos.

Su familia emigraba a otro país. Nos refugiamos los dos bajo un cerezo, alejado de todo y todos, para compartir un rato, que sospechábamos sería – no lo fue pero así lo creíamos entonces, el último, a solas.

No tardaron en llenarse mis ojos de lágrimas de tristeza por la separación y las mutuas promesas de no olvidarnos. Nos besábamos de tanto en tanto. Sin buscarlo sobrevino el deseo, la pasión que a cualquier edad tiñe de sus propios colores el escenario y desdibuja los demás; los besos se prolongaron  y  sus caricias fueron resbalando bien abajo de las mejillas y recorrieron lentamente mi espalda, la tibieza de mi pecho. Ese día yo estaba permisiva, tal vez por la proximidad de la separación. La resistencia que opuse al avance de su mano invasora fue sólo  unas débiles protestas:

-¡noo!...¡nooo!!..-

-¡paraaa!..-

-.....¡terminala!,....Juan.....¡non debes!,....-

Pero sus dedos temblorosos siguieron progresando raudamente hasta alcanzar mi sexo.

Era la primera vez en su vida que él palpaba el órgano femenino y, yo, a pesar de que aún se interponía la tela de la bombacha, estaba encantada, hipnotizada de sentir, por primera vez en mi vida, los dedos y luego los genitales masculinos, hurgar en mí “almeja”. No hice nada para interrumpir la invasión de mi intimidad.

Él subió la apuesta y me murmuró:

 -Que linda cosita tenes aquí, ....está calentita calentita....¿queres coger?“-.

Interrumpí los besos, lo miré como quien le cuesta creer lo que ha oído:

-Noooo!!..¿sos locooo?...nunca lo hice...- pero sin ademán ninguno de interrumpir las caricias.

Así ocurrió, quizás por influjo de las sombras: la del cerezo y la de la separación inevitable, nuestra primera aproximación al amor físico. Ninguno de los dos tenía para poner en juego más que cariño, anhelo,  predisposición y torpeza. Nos costó varios intentos fallidos la penetración, pero una vez lograda, a medias, cesaron mis quejas. Hubo no poca ansiedad  e indecisión inicial, hasta que poquito a poco pudo entrarme toda la verga, sin protestas de mi parte y, al cabo de unos cuantos entra y sale conseguimos algo de sintonía, de ritmo, de compenetración  y  comenzamos a disfrutar el uno del otro. A partir de ahí un placer desconocido me inundaba cada vez que se hundía en mi cuerpo, Yo gemía y suspiraba y, en ese momento, quería que aquello no terminara jamás pero no tardó en sobrevenir su culminación. Al sentir el chorro caliente dentro de mí, suspiré con mayor intensidad y contraje la conchita como queriendo retener al “intruso”.

A pesar que mi primer orgasmo lo experimenté mucho tiempo después – con otro -  durante años y años recordé, el momento, como glorioso en nuestras cortas existencias.  Un obsequio de despedida sin igual, indeleble, más perdurable que las fotos que habíamos intercambiado horas antes.

 

Transcurridas algo más que dos décadas, Juan, regresó. Nos encontramos, casualmente, en una calle cualquiera de nuestra ciudad. Él casado con dos hijos, yo casada con tres. Nos sentamos en un bar a tomar un café, actualizarnos y recordar.

Una semana después, no fue el cerezo que nos cobijó sino un cuarto de hotel para parejas y, obvio, no hubo torpezas ni intentos fallidos como en nuestra primera vez.

Nos desnudamos, casi con precipitación diseminando las prendas en el piso y entramos al recinto cilíndrico de la ducha. Mis tetas, concha y nalgas deben haberse convertido en las más limpias del universo, dada la dedicación que le dispensó. Por mi parte, no podía creer que Juan tuviese un “bate” tan duro como el que palpé al jabonarlo, enjuagarlo y manosearlo con lujuria. Me pareció de buen tamaño, mucho mayor de los algo más de 10 cm inaugurales y me estremecí imaginándolo dentro de mí. De hecho, en plena acción poco después, me arrancó varias quejas de dolor al embestirme.

Nos secamos, desprolijos, apurados y nos zambullimos, abrazados, en el colchón.

Él se hundió entre mis piernas y la emprendió a lengüetazos en mis labios mayores y el clítoris. No se hizo esperar mi primer orgasmo. No había dejado de temblar de placer, cuando sentí su verga recorriendo mi vagina por afuera, subía y bajaba rozándome suavemente. No lo dejé que siguiera con el juego, le rogué con desesperación que metiera su carne dura en mi cueva incendiada. Ahí sí, comenzó a cogerme sin más firuletes. Segundos después estaba hecha un volcán; gemí, suspiré, le grité mi placer. El a su rabo le añadió el valor agregado de increíbles caricias (algunas inéditas para mí. Tanto me gustaron que le pedía “replay”) y el susurro de  hermosas palabras: “diablita deliciosa…”, “que dulce estar, de nuevo, dentro tuyo…”, “me está faltando otro beso…”, “haceme otro mimo de pelvis…”,………. 

El placer de hacer el amor es como el fuego y si no se comunica, languidece. El hizo que me sintiera una mina “number one”. Su orgasmo, (tuve la sensación de que me regaló como medio litro de semen tibio), fue precedido por lo menos por dos míos, con desparpajo de fluidos femeninos a juzgar por la mancha húmeda que dejé en la sábana.

 

Lo disparatado es que yo quiero a mi marido y, mirándolo bien, me parece, hasta más “pintón” que Juan y, simétricamente, la esposa de éste – que conocí días atrás, es, decididamente más linda y está “más buena” que yo físicamente.

A solas, siento que es duro y me apena ser infiel, pero suena mi celular y:

Mariana, mi amor ¿Nos vemos? … ¿Cuándo y donde? – No se me ocurre otra respuesta que: Claro, Juancito querido, te lo digo con un mensaje –Llevamos más de cinco meses de encuentros infidelísimos. Creo que fatalmente lo nuestro tiene que acabar – hay siete seres queridos perjudicados – Parafraseando la letra de un viejo tango, presiento que: Si, con la A mayúscula. “Ardor, mi viejo ardor, tengo mucho miedo de que seas Amor” Pero no me atrevo a imaginar despedirme, por segunda vez de él. Me completa, me alegra y me da energía para vivir, para comunicarme y crear. Y, tras pergeñar una buena cobertura, allá voy a besarlo, abrazarlo, a hablar e, indefectiblemente después, a “amasijarme”, en un cuarto de hotel con él.

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