DESASTRES SEXUALES IV

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Ya estaba jugando con los hielos dentro del vaso y pensando cómo deshacerme con amabilidad de la rusa con la que estaba hablando, mientras ella intentaba incitarme a beber más, cuando vimos mi amiga eslava y yo cómo iban entrando en el local unas chicas nuevas. Unas chicas que, la verdad sea dicha, tenían mucha mejor pinta que las que había hasta entonces.

—Oye, cariño —en ese sitio todo el mundo llamaba «cariño» a todo el mundo, lo cual sería irónico, supongo, porque en el burdel aquel había de todo menos cariño verdadero—, te invito a otra copa si me haces un superfavor.

—Lo que quiera, cariño.

—¿Ves esa chica rubia de allí?, ¿cómo se llama?

—Se llama Sheila, creo. Es una rusa como yo.

—¿Podrías decirle que venga a hablar conmigo?, ah, y que la invito a lo que quiera. —Rápido había aprendido que en ese lugar la invitación a tomar algo era la moneda de cambio para que las chicas fuesen amables y te hiciesen caso.

—Bueno, yo hago, pero tú verás...

—¿Por qué, pasa algo con ella? —le pregunté yo temiendo que fuese la novia de algún mafioso o algún rollo raro.

—Cobrar mucho —me dijo, lo cual me tranquilizó. Debo reconocer que ya había indagado disimuladamente acerca de cuánto cobraban las chicas por subir arriba con un cliente, sobre los cien euros más o menos, pero estaba seguro de que yo no iba a llegar tan lejos. En cuanto viniese la rubia, la invitaría a una copa, tontearía un poco con ella y luego, a casa.

—Hola, soy Sheila, ¿Qué tal está, carriño? —me dijo sentándose a mi lado—. Me dice chica que me quieres invitar a una copa, ¿da?

—Sí, claro, no me podía ir sin invitar a una copa a una chica tan guapa —respondí yo con una frase tan casposa como esa, la cual me hizo avergonzarme de mí mismo en mi foro interno, aunque en realidad no era más que la pura verdad. La chica que tenía delante de mí era simplemente espectacular. Sheila, más que una prostituta rusa, parecía una estudiante sueca de Erasmus en España. Rubia, alta, ojos azules preciosos y, en general, una apariencia algo más juvenil y menos turbia que sus compañeras de profesión; mi nueva amiga parecía una guiri de esas a las que yo miraba e intentaba acercarme, sin éxito, en Kapital y sitios así.

—¿Y tú eres?

—¿Yo...? Ah, yo me llamo Chen... Chema. Chema, me llamo Chema. Chema a secas. Así me llamo.

—Ah, pues encantada conocerte, Chema.

—Yo también. Eres muy guapa —respondí balbuceando mientras nos dábamos dos besos. En esto no mentí, porque Sheila era de lejos la tía más buena con la que había hablado en mi vida. Mejor incluso que Farah Shah, aunque es cierto que las dos tenían estilos diferentes, Farah, la princesa india, y Sheila, la diosa escandinava, una autentica valkiria de esas con las que un pringao como yo solo podía soñar. Hasta ese día.

—Oye, ¿de dónde eres? Perdona que te lo pregunte, pero es que pareces danesa o sueca. Eres como una valkiria. ¿Sabes lo que es una valkiria?

—Soy de Sankpitirburg, Petersburgo se llama en español.

—Bueno, eso está casi al lado de Escandinavia, lo cual explica mucho.

— Sankpitirburg, niet Escandinavia. ¡Sankpitirburg!

Mientras hablaba con Valkiria me di cuenta de dos cosas. Lo primero, que estaba borracho y lo segundo, que estaba a pocos minutos y unos cien euros de cumplir el mayor sueño de mi vida, que no era ir al carnaval de Rio, ni conducir un Ferrari, ni que un equipo de fútbol ganase no sé qué. Mi mayor sueño desde chaval era acostarme con un pibón, con una de esas rubias increíbles que salían por la tele o veías de vacaciones en el Mediterráneo y con las que el españolito medio solo podía soñar. Yo cien euros tenía y unos minutillos también. Lo único que me faltaba era la valentía y fuerza de voluntad necesaria para romper el tabú y cruzar una línea prohibida, proscrita por familia y amigos e incluso moralmente reprobable. La línea de convertirme en un putero, porque una vez que lo haces ya lo eres para siempre. «Once putero, putero 4 life!», me dije a mí mismo en spanglish, viniéndome arriba y decidiendo mi suerte.

Vaya susto que me llevé cuando Valkiria me dijo que eran trescientos cincuenta euros por subir arriba. En realidad, su tarifa normal eran cuatrocientos y a veces hasta quinientos, me confesó en un susurro, pero como yo parecía buen chico, tranquilo y aseado, y la noche iba un poco floja, me lo dejaba un poco más económico. Llegado a ese punto, tuve que sincerarme con ella y reconocer que yo no me podía gastar tanto dinero, aunque fuese para cumplir el sueño de mi vida. Probablemente, debido a que mis halagos eran sinceros y que yo era joven e inexperto, le debí de caer bien a Valkiria, tanto que ella empezó a insistirme.

—Vamos hacer una cosa, calvito. Tú paga ciento setenta y cinco eurito y sube con mí media hora. Vamos, porfa, cariño. ¿Da?

No tenía tanto dinero encima, pero sí la tarjeta de débito.

—Vale, pero tendría que salir a sacar en un cajero —le dije.

—No, ¿por qué? Tu paga aquí tarjeta y ellos dan dinerito mí.

No estaba muy seguro de querer hacer eso, pero entre Valkiria y la camarera me liaron y cuando me di cuenta ya había pagado ciento setenta y cinco eurazos con la tarjeta.

—Oye, esto es seguro, ¿no? —le pregunté a la camarera, aunque en realidad lo que quería decir era «no me estaréis estafando».

—Mire, ciento setenta y cinco euros cargados a la tarjeta. Ahí lo pone en el ticket —me contestó ella con brusquedad y acento exótico.

Una vez pagado ya no había marcha atrás, así que me sorprendí a mí mismo esperando a Valkiria en un lugar que ella me había indicado mientras me preguntaba: «Joder, qué coño estoy haciendo».

La experiencia con Valkiria fue un poco desastre. Muy nervioso y algo borracho me metí con ella en una habitación de las muchas que tenían en la parte de arriba del garito. Lo primero que no me gustó fue que entre la charla, el prepararse y el desvestirnos, ya perdimos como quince minutos de la media hora que teníamos. Luego nos tumbamos en la cama y Valkiria empezó de nuevo a perder más tiempo, yo creo que deliberadamente, haciendo cosas como levantarse a colocar la ropa, regular la luz, poner música, quitar la música, darme una botellita de agua y muchas otras triquiñuelas para distraer mi atención. Al final, solo estuvimos diez minutillos escasos ella y yo desnudos y abrazados en la cama, e incluso así, la tía estaba bastante fría y pasiva. Cuando yo por fin parecía que me iba poniendo a tono, lo cual entre los nervios y el tratamiento ese contra la alopecia que estaba siguiendo me costó bastante, la tía me dijo que ya había pasado la media hora y que me tenía que ir.

(Extracto de COSAS QUE NO SE PERDONAN)


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