Fernández y su jefa

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En las oficinas todo se comenta, los rumores corren, la gente habla en los pasillos. En las oficinas todo se sabe. Así fue como, Carla, la dueña de la empresa supo que Fernández, de sistemas, la tenía grande. Los compañeros que jugaban al fútbol con él y compartían la ducha se habían encargado de darle vuelo a la noticia. 

Un viernes, cerca de la hora en que todo el personal se retiraba, lo citó en su oficina. El muchacho se presentó temeroso de que la jefa lo llamara para reprenderlo o –peor aun- despedirlo. Carla lo invitó a que pasara y le indicó que tomara asiento. Era una mujer de cuarenta años, de pelo rojizo, ojos grises, pechos enormes, silueta interesante y piernas torneadas a la perfección. Lideraba la empresa con carácter inflexible. 

Observó el nerviosismo de Fernández y le dijo: "Usted y yo nunca conversamos, Fernández, y a mí me gusta conocer a mi gente. Bájese los pantalones". "¿Perdón?" Murmuró el muchacho. "Que se baje los pantalones, y también el calzoncillo. Se trata de su futuro en la empresa, Fernández". El empleado vaciló un momento, luego desabrochó su cinturón y se bajó ambas prendas. Antes los ojos de la jefa apareció una enorme serpiente dormida. Sin estar erecto llegaba fácilmente a los veinte centímetros y el grosor era obsceno. "Usted tiene un gran futuro en mi empresa, Fernández. Puede retirarse". 

A partir de aquella tarde, Matías Fernández fue transferido desde sistemas a presidencia y allí se convirtió en el asistente personal de la dueña. Debía encargarse de su agenda, de conseguirle todo lo que pidiera, acompañarla en cada viaje y –por supuesto- brindarle placer. 

Una tarde, se encontraban en un viaje de negocios en Río de Janeiro. Fernández se aburría en el hotel, esperando que la señora Carla regresara de una reunión. Estaba mirando la televisión cuando ella apareció con un humor de los mil demonios. "Hoy tuve un día difícil, Fernández, voy a necesitar sensaciones intensas. Desvestite". Mientras él se desnudaba obediente, ella hacía lo mismo, dejando su vestido y su ropa interior tirados sobre el piso. Solo se dejó las sandalias de taco aguja. Se paró frente a la ventana y le ordenó que le chupara el culo. Fernández se arrodilló detrás de su jefa y separó sus glúteos, dejando a la vista su orificio anal, que no parecía un orificio, sino un pequeño montículo de piel más oscura, cubierto de arruguitas. Comenzó a pincelarlo con su lengua, haciéndole caricias suaves y húmedas, lo besaba, lo chupaba y lo lamía, mientras la señora suspiraba de placer. Un largo rato estuvo dedicado a la degustación anal de su jefa, mientras a ella la concha se le iba aceitando de excitación. 

De pronto ella le ordenó que fuera al toillete y buscara un envase de crema corporal. Luego le dijo que se untara el pene con le crema. Fernández obedeció, su enorme herramienta brillaba encremada. Luego le ordenó que le untara con crema el culo. Fernández se puso un poco de crema en el dedo mayor de la mano derecha y lo distribuyó en el ano de Carla con movimientos circulares. Entonces ella se sirvió un whisky y se lo bebió de un trago. Fue hasta el escritorio y tomó un lápiz. Le ordenó que se le cogiera por el culo, mientras se acodaba sobre una mesa de mantel blanco y se colocaba el lápiz entre los dientes. 

Nunca le había pedido que se lo hiciera por la vía anal, tal vez temerosa del dolor que podría producirle un falo de ese tamaño. Pero ya lo había dicho, aquella tarde necesitaba sensaciones fuertes. Fernández se le colocó por detrás y comenzó a penetrarla con lentitud. Su glande, del tamaño de una ciruela, fue abriendo el culo de Carla hasta quedar adentro por completo. Ella sintió que su orificio se dilataba hasta el extremo, hasta el límite de su elasticidad y un dolor agudo le hizo brotar lágrimas. Pero sabía que aquel dolor era el precio a pagar para un gran placer. Fernández siguió introduciendo su serpiente  poco a poco. Cuando le abrió el esfinter interno el dolor creció, y Carla mordió el lápiz con tanta fuerza que lo quebró. Lo escupió sobre la mesa y lanzó un grito desgarrador. Personal del hotel tocó a la puerta preguntando si todo estaba bien. Carla rugió que sí, y pidió que no molestaran. 

Fernández siguió con la tarea de empalar a su jefa, hasta que su verga extra large estuvo introducida por completo en su cuerpo. Ella se dejó caer sobre la mesa de mantel blanco, apoyando su mejilla. Entonces él comenzó a bombear. Al principio con suavidad, pero poco a poco fue aumentando la fuerza de sus embates. Minutos después le estaba dando recios vergazos que se introducían por completo en el culo de Carla, empujándola sobre la mesa. El inmaculado mantel blanco tenía manchas de lágrimas, rimmel y rouge.Ella gritaba pidiendo más y más. Atrás había quedado del mal día y el stress de los negocios. Ahora estaba entregada a gozar de la poderosa verga de su empleado más fiel. 

Él la tomó por los muslos, levantó sus piernas  y la clavó sin piedad. "¿Así está bien, señora?", preguntó. Ella respondió "Sí, muy bien está, más, más, quiero mucho más". El cuerpo de Carla se frotaba sobre el mantel al ritmo de las embestidas de Fernández. Carla tuvo un primer orgasmo en el que gritó sin reprimirse. Inmediatamente le dijo "No acabes, no todavía", "No, señora", dijo Fernández sin parar de perforarle el culo con su ariete de carne. Luego ella tuvo un segundo orgasmo, entre sollozos ahogados, mientras clavaba las uñas en el mantel. Entonces lo autorizó a acabar, ordenándole con firmeza que le inundara el culo de leche. 

Fernández le aplicó cuatro vergazos finales que hicieron crujir las maderas de la mesa y le lanzó su descarga blanca. Se quedaron quietos unos segundos, hasta que él retiró delicadamente su pene del culo de su jefa. Sobre la alfombra cayeron dos gotas de sangre. 

 


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