Todo el mar del mundo

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Si hubiera nacido en Madrid o Barcelona probablemente sería una agresiva publicista pero nació allí, en la isla, conviviendo con andoriñas, vientos alisios y el mar, siempre el mar, todo el mar del mundo a su alrededor.

Yo venía del continente y aterricé en la isla sin tener la más mínima intención de pisarla. Todos los que hayan nacido en la península me entenderán. Sí, yo venía por mi propia voluntad y sí, claro, tenía intención de pasar unos días en la isla, pero no estaba dispuesto a dejar que la isla entrara en mí. Me fabriqué un microcosmos aparte con mis recuerdos, mis imágenes, el humo de mi ciudad…todo lo que conocía aunque no me gustara. No estaba dispuesto a cambiar mi estilo de vida por mejoras insignificantes como el clima o la salud. Comía en el hotel, leía y hablaba por teléfono intentando que el imbécil que me sustituía eventualmente no destrozara la empresa.

- Tienes que tomarte unos días de descanso - vi de nuevo la cara de mi superior inmediato, estás demasiado tenso. Tienes que comprender que todo esto está afectando a tu trabajo… y perjudicando a la empresa.

La empresa, la empresa, la sacrosanta empresa, la misma que me había negado tiempo para estar con María. La empresa, sí, la misma que cancelaba mis cenas románticas con viajes ineludibles y encuentros concertados. Era la misma empresa que había destruido mi matrimonio la que me pedía seriedad y mayor dedicación.

- Tienes que comprender - continuaba paternal - que aquí todos trabajamos por el bien común. Somos una gran familia y nos preocupamos los unos por los otros. Así que descansa unos días y cuando vuelvas todo irá mejor.

Y me mandó allí, a aquel lugar perdido en el culo del mundo, inmovilizado en un pedazo de tierra en el que no valía la pena moverse porque siempre acababas topándote con el mar.

Era inevitable, tenía que pasar allí quince días quisiera o no, de modo que decidí tomármelo con filosofía, me senté en la cama y me propuse ver todas las películas que pudiera en un tiempo récord. Así pasaron todas las de Rambo, varias series y sesión doble de clásicos en blanco y negro.

Cuando terminó “Casablanca” a eso de las diez de la mañana, decidí que ya estaba bien y que una ducha no estaría de más. Entré en el baño y quince minutos después destrozaba “la donna e mobile” a pleno pulmón.

Hay pocas cosas tan refrescantes como una ducha con el agua bien fría haciendo saltar los sensores térmicos de mi espalda, los mismos que activa el miedo y el placer haciendo que sólo exista el agua y la piel, ni siquiera existo yo en ese momento.

O me entró agua en los oídos o estaba medio dormido mientras me secaba porque no oí nada, de modo que al abrir la puerta del baño me di de lleno con una empleada. La chica me miraba. Yo allí de pie, sosteniendo la toalla en el aire sin percatarme de mi desnudez. Fue sólo un segundo. Pronto recuperé mi aplomo y reaccioné. Grité a la chica, le dije de todo. La empujé y la arrinconé contra el carrito mientras le gritaba que si no se le había ocurrido llamar, que era una mirona indecente y no sé cuantas barbaridades más. Ella, claro está, comenzó a llorar y en cuanto pudo salió corriendo de la habitación mientras mis insultos la perseguían hasta el ascensor. Diez minutos después alguien, no recuerdo quién, deshaciéndose en disculpas vino a recoger el carrito. Yo ya me había calmado. Aquella explosión de ira se había esfumado tan rápido como había llegado. No podía comprender cómo había perdido el control de aquella manera. Sin dar muestras de excesivo interés pregunté por la chica. Me aseguraron que no volvería a pasar, que era una chica nueva pero que no debía preocuparme porque no volvería a molestarme. En realidad yo quería saber si se encontraba bien pero no me pareció oportuno preguntar.

Tres días llevaba allí. Tres días con sus noches y aunque hubiera querido no hubiese podido ver ni un anuncio más. Siempre me pasaba esto, cada vez que tomaba unas vacaciones volvía agotado. Todos pensaban que había gastado mi tiempo entre preámbulos eróticos y batallitas sexuales, sin embargo, aunque nunca fue así, tampoco llegué a negarlo.

Por todas estas cosas me sorprendió darme cuenta de que estaba pensando en aquella chica. No de una manera consciente pero lo hacía y continué haciéndolo durante los días que siguieron. Me atormentaba su imagen llorosa que en mi memoria era cada vez más triste.

Creo que más por la sorpresa del descubrimiento (esto es, semejante ataque de conciencia) que por querer saber de ella, bajé a recepción a informarme sobre la camarera.

Fue bastante difícil pero si bien dicen que el dinero habla, yo añadiría que hace hablar.

Se llamaba Eva. Eva era una estudiante que trabajaba en verano para pagarse las clases de arte. Tenía su dirección, así que me dirigí a su casa.

No tardé en llegar pues como ya he dicho antes, las distancias en aquel lugar no son dignas de mención. Esperé hasta verla salir. Mi intención era la de disculparme por mi comportamiento pero no sólo no lo hice sino que me dediqué a seguirla durante varios días.

Al principio fue un juego pero comenzó a apasionarme. Conocía sus horarios, sus clases, sus amigos e incluso sus gustos.

Se reveló ante mis ojos mediante escenas más parecidas a recuerdos fotográficos que a una película. Eva cargando un lienzo más grande que ella y que el viento zarandeaba. Eva arrugando la nariz mientras un bebé la miraba atento y reía con una sonrisa de sólo dos dientes. Eva corriendo en la playa, Eva en la biblioteca, Eva desayunando sobre el césped del campus… Eva en mi mente.

De repente Eva se convirtió en lo único para mí. A través de sus ojos vi de nuevo la isla. Vi gente individualista, nacida para sobrevivir sola (es decir, por si misma) pero no en soledad. Vi retamas repletas de flores amarillas y amanecer sobre el mar de nubes. Vi montañas y playas y, súbitamente olí el mar por primera vez. El salitre entró en mí y fue entonces cuando percibí el mundo como ellos. Infinito y lleno de posibilidades. Vi el mar que no separa sino que une, un mismo mar para todos.

Cuando tuve que regresar aún no había hablado con ella y no pude hacerlo. Simplemente le mandé una rosa con una nota que ponía “gracias” y que no firmé. Ahora estoy de nuevo en la península, entre Madrid y Barcelona pero aún huelo el mar desde tan lejos, libre y salvaje. La tierra se ha tornado hostil y sus carreteras me impiden el paso. Me he convertido en uno de ellos. Un isleño más lejos de su tierra. Pero este exilio lo sufro con la dulce tristeza que aprendí allí, la melancolía del que se sabe único pero no aislado.

¿Qué fue de Eva?. La imagino aún allí, en la isla, conviviendo con andoriñas, vientos alisios y el mar, todo el mar del mundo a su alrededor.

 


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