Amante de ocasion

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No se me despega de la mente, el aroma inigualable de su esencia, mi mente tiene vívido el recuerdo de la luz de su sonrisa. Mis manos aun sienten su piel tersa y clara con solo yo cerrar los ojos, mi piel aun puede sentir sus besos y los estragos de su violencia, mi mente se transporta en cuestión de segundos a aquel cuarto austero con teja de aquella casa vieja que rentaba mientras acudía a la universidad.

Siempre fui un aficionado inquebrantable del amor prohibido, un fervoroso y solidario rescatista de aquellos tiempos de soledad ajena. Emocionalmente inmune a sentimientos amorosos y a cariños engañosos, me daba profesionalismo al ser el hombre suelo de las damas de alcurnia de mi pequeña ciudad colonial, donde aun las costumbres rigen la etiqueta de la población.

Amalia Murrieta de la palma, era en ese entonces, la esposa del presidente municipal, una mujer de buena familia, con un porte y elegancia como el de maria Félix en aquellas películas memorables, su cuerpo era uno al que el tiempo jamás pudo mermar ni con su más fuerte tormenta. En sus ojos se vislumbraba una soberbia que inquietaba,  su indiferencia podía humillar hasta el más altanero de los hombres.

Pues yo terminaba mi carrera y estaba en mi tesis profesional, ya con amplia fama discreta de consolador de las damas que ya estaban olvidadas por sus maridos, o simplemente mujeres casadas que habían escuchado de un muchacho que se mencionaba en las tardes de tomar café.

Ese rumor llego a los oídos de Amalia Murrieta. Doña Hortensia de la cruz, una de mis mejores amigas de cama y esposa del sacristán de la parroquia, una vez me llamo al termino de la misa dominical, anticipándome el tan acostumbrado beso entre la mejilla y la boca para después decirme que una vez más, una señora a la que le hablo muy bien de mi, quería conocerme. Siempre confié en su discreción y acepte encantado no sin antes escuchar su advertencia, “esta es muy especial y debes quedar muy bien”.

Nos despedimos y mientras su marido estaba asistiendo la misa de siete de la noche, doña Hortensia y yo, nos revolcábamos en la cama marital haciendo gala de nuestra pasión y mientras nos entregábamos al placer, me daba más seña de Amalia Murrieta.

Después de un orgasmo que ella bebió como un te amargo y espeso, me dio la hora y el lugar en donde ella me esperaría.

Sin falta y con una puntualidad exacta, entre a aquella habitación solitaria de esa casa de la cultura municipal. Amalia Murrieta me esperaba con un traje sastre color gris entallado, un escote pronunciado y unas piernas torneadas. Piel clara y unos lentes que le daban un toque intelectual y a mí me volvió loco.

Con nerviosismo me acerque y bese su mano, el olor de su perfume me llevo a otro mundo y el tiempo transcurría lento, me invito una copa de vino blanco y conversamos por unos momentos, después de la tercer copa nos estábamos besando con pasión agitada, solo hizo falta recostarla en la alfombra y mi cuerpo estaba sobre el suyo abrazado entre sus piernas y sus brazos mordiéndonos hasta las orejas.

Ella me dio vuelta y el ambiente cambio, se quito primero los lentes, el broche que tenia preso su cabello rubio ondulado hasta la cintura, sus manos liberaron los botones de su saco, “Channel, leí en la etiqueta”, se acomodo el cabello y se quito uno a uno los aretes, con destreza desabotono su blusa y se la quito suavemente, nunca apartaba sus ojos de los míos, se mordía los labios y mis manos solo subían su falda hasta la cintura, libero sus pechos, del tamaño de un par de toronjas, firmes y claros con unas areolas también claras y unos pezones enormes casi del tamaño de una cereza. Se agacho y los chupe son lentitud y suavidad, después de recorrer sus senos con mi boca, sentí un calor más intenso sobre mi entrepierna, era su sexo que me apretaba el mío en esa posición de montura.

Me quito la camisa y se recorrió hacia abajo para bajar mi pantalón con todo y bóxer con elegancia, me dejo completamente desnudo tirado boca arriba en la alfombra, ella se paro y en un segundo se bajo la falda y con movimientos de nadadora se fue despojando de su pantaletita negra que combinaba con su sostén.

Me fue besando desde las rodillas lentamente por mis piernas, su lengua, me daba caricias en los testículos poniéndolos duros,  con sus manos me masturbaba el pene suave y lento. Su boca fue subiendo por mi abdomen, beso mis tetillas y mordió suavemente mi cuello y finalizo besándome en la boca, su sexo empapado me cubrió por completo y su calor me quemaba cuando engulló completamente mi pene en su interior, comenzó a moverse con maestría y sus senos rebotaban sobre mi pecho. Yo los apretaba y chupaba exhalando fuerte, su cabello me azotaba la cara y sus mordidas me sangraban los labios.

Sus uñas se enterraron en mi espalda y su humedad me escurría entre mis muslos llegando al suelo, ella se movía mas frenética y gemía con una voz aguda que parecía un chillido de de gata, se desplomo sobre mi e intentaba recuperar sus fuerzas. La tome de los costados y dimos una vuelta, quedando sobre ella la bese muy apasionado, comencé a frotarle mi pene sobre su clítoris y ella no resistía la fricción, sus ojos se ponían en blanco mientras jadeaba con aire más que caliente, la penetre y me moví salvaje sobre ella. Sus pechos se iban de allá para acá y ese movimiento me excitaba aun más, por momentos les daba una palmada en los pezones duros.

Subí sus piernas y las cerré frente a su rostro, las tome con una sola mano y la penetraba más profundo todavía, ella, sudando, gritaba con la voz cada vez más aguda, tomo su blusa y se secaba el sudor de la cara y en ocasiones la mordía para no hacer tanto escándalo. Hice sus piernas de lado y me recosté a su diestra pero ella seguía dándome la espalda. Abrí sus nalgas y por momentos mi dedo pulgar entraba en su culo, ella se retorcía y sudaba de todo el cuerpo quedando tan chapeada que parecía un globo rosa.

La nalguee y la chocaba fuerte y rápido, ya casi cerca del final mi pene se puso duro como una roca y caliente como una braza, ella también se estaba preparando para venirse. Sollozando y temblando de piernas ella me cubrió nuevamente de sus caldos salados, y sentí la urgencia de reventar de placer también.

Amalia Murrieta lo percibió y sin demora se acomodo como al principio, dejándome boca arriba en la alfombra, tomo mi pene con sus manos y lo succiono fuerte y rápido. Mi leche salió a una presión abrupta pero a ella no se escapo ni una sola gota. Terminamos y nos recostamos con una gran sonrisa.

Cada tres noches, por seis meses,  ella me visitaba en aquella casa vieja, y llenaba de su perfume mi austera habitación. Perfume que aun no olvido.


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