La caja

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—¿Te encuentras bien? ¿te duele mucho? —le pregunté a mi prima que, sentada en el asiento de atrás del viejo ochocientos cincuenta de sus amigas, soplaba de vez en cuando sobre su mano derecha hinchada esbozando una sonrisa.

—No. Es… es algo así como una especie de escozor, pero nada más. ¿Quieres llevarla un rato? —me dijo ofreciéndome la caja que llevaba sobre las piernas. Me bastó una mirada para hacerle entender que aquello era poco menos que imposible. Y de nuevo me sonrió para demostrarme que, pese a lo ocurrido una hora antes en mi casa, se sentía satisfecha.

Cuando llegamos a la tercera boca de calle antes de salir a la avenida de Lugo, Natalia, la conductora, aminoró la marcha hasta estacionar el vehículo ante una planta baja cuya puerta destacaba del resto de la calle por no tener cristal alguno en la parte superior y por el óxido de sus barrotes. Le dio un beso en la boca a su compañera y después volvió la cabeza hacia nosotros.

—¿Os importa si paramos un momento? Puedes aguantar, ¿no, Aurora? —preguntó Natalia a mi prima.

—Claro —dijo sonriendo de nuevo.

—Vamos a ver a un colega, ¿venís? —nos preguntó de nuevo Natalia. Aurora, que ya conocía a ese amigo, me cogió del brazo al tiempo que me guiñó el ojo en un gesto de complicidad y al que no pude negarme.

Dentro de la casa un viejo compact disc sonaba a todo volumen con música étnica de timbales, xilófonos y coros de mujeres que, con toda probabilidad, debían ser africanas. El dueño de aquella vivienda era un hombre de unos treinta y cinco años, de raza negra, que peinaba rastas y vestía un sucio jersey de rayas blancas y rojas. En todo momento, no dejó de sonreírnos como si nos conociera de toda la vida.

La primera en saludarlo fue Natalia que chocó su robusta mano con la suya al estilo de aquellas películas sobre el Bronx que suelen poner en televisión. La siguiente, fue la pareja de Natalia, Silvia, que le dio un beso apenas fugaz y tan tímido como era ella misma. Por último, después de que mi prima lo besara, y de que me presentaran a nuestro anfitrión, le estreché la mano con la misma desgana con la que suelo estrechársela a mis clientes.

Tras los saludos, Natalia acercó sus labios a la oreja de Carlos, que así se llamaba aquel tipo, y le cuchicheó algo señalando con la mirada a mi prima y después a mí. Carlos dejó de sonreír para estallar en histéricas carcajadas al tiempo que se daba palmadas sobre las rodillas.

Ya más relajado, el amigo de Natalia y de mi prima, acercó sus labios a la oreja de su interlocutora. Y después de mover la cabeza en un gesto de aprobación, se levantó y entró en una habitación de la que salió con un pequeño paquete. Se trataba de unos gramos de hachís con los que preparó un porro.

—No te importa, ¿verdad, primo? —me preguntó Aurora.

Diez minutos más tarde, el grupo, que había empezado a conversar sobre el sostenimiento de los recursos naturales, la comida vegana, que era el tema preferido de mi prima, y de la gestión del Partido Animalista, que era al que pertenecían todos los allí presentes excepto yo, fue presa de tal hilaridad que las risas se sucedieron casi ininterrumpidamente. Tal era el bienestar que les deparó aquel porro, que Aurora, pese a tener la mano tan hinchada que apenas podía separar los dedos, se olvidó por completo de su dolor.

—Venga, primo, anímate que estás más serio que una momia. Mira, para que te animes un poquito, voy a abrir esta cajita. Ya verás que contento te vas a poner. —me dijo al tiempo que abrió la maldita caja.

Bastó que levantase un centímetro la tapa, para que la rata que había en su interior, la misma que le había mordido una hora y cuarto antes, y que ella me impidió que matase por ser enemiga del maltrato animal, saltara de su interior y corriese despavorida hacia la ventana.

Carlos, al ver escapar el bicho, volvió a desternillarse de risa recordando la historia que le contó Natalia sobre la mordedura y la posterior captura. Pero Aurora aún rió con más ganas y más feliz al saber que aquel animal, gracias a ella y a su partido, que había suprimido de la partida de gastos del ayuntamiento el correspondiente a raticidas, estaría a salvo para reproducirse felizmente.

 

 


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