CALOR, SILENCIO 1ª parte

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La primera vez que nos conocimos me tomó de las caderas y me elevó, me convirtió en una tijera traspasada por su polla enorme e inocente de toda culpa. Me sacudió, me llenó, y oí con obediencia el deseo susurrado:

 

      HE TOMADO POSESIÓN DE TI. HOY Y SIEMPRE ME OBEDECERÁS

 

Y no pude ni supe, ni quise ni pensé en negarme, sino en la entrega total. Mis alaridos fueron rotundos en la sala de mi apartamento, su orgasmo apenas un quejido seco, corto, controlado y satisfecho. Cuando se hubo saciado me soltó en el sofá, me arrojó como un mueble viejo, de pronto pesado. Tras lavarse, su silencio se había ido.

 

Pocos bares abrían en agosto enLa Alameda, así que volví a encontrarlo en la barra de Las Columnas dos días después. Yo me acerqué, pero él siguió bebiendo de su cerveza, embelesado, detrás no sé si de algún pensamiento profundo e inalcanzable, o simplemente embelesado con el reflejo de su rostro en el espejo de enfrente. Giró el cuello hacia mí para decir:

 

      ESPÉRAME DESNUDA SOBRE EL SUELO. HAZLO YA.

 

Y así fue. Dejé la puerta abierta, y sin rechistar oí el eco de sus pasos lentos por las escaleras (no tomó el ascensor) , aplicados al suelo con firmeza. Pagué caro mi deseo, el alivio de mirarle otra vez, pues golpeó mi cabeza con la punta de su zapato:

 

      NO TE HE PEDIDO QUE ME MIRES, dijo, y yo aprendí con satisfacción mi deber.

 

El sudor de sus pies desnudos fue calando mi espalda, y el silencio se expandía atravesado por los estertores del aire acondicionado. Fumaba, calladamente, y la ceniza caía sobre mi espalda como alas de mosca. Mi más íntimo deseo fue adivinado tras un largo y lento incendio de minutos o de horas, no lo sé, cuando su voz vibró en la espesa y caliente quietud del aire:   

 

      TÓCATE.

 

Me apliqué con un furor desconocido hasta entonces en mis 35 años. Mi  boca, mis labios abiertos besaban el suelo hasta dolerme bajo la presión de sus pies sobre mi cabeza, sobre mi espalda, llegándome por momentos el acelerado eco de su respiración. Los orgasmos me inundaron como olas de una playa embravecida, sin dejarme aire, sin dejarme pensar, y al despertar sobre la arena de mi sueño, él se había ido y yo miraba el círculo de espuma que mis labios dibujaran en el piso. En las horas siguientes me masturbé infinitas veces hasta dolerme la muñeca, hasta la extenuación.     

 

No cené, no almorcé al día siguiente, y fui a tomar un café a Las Columnas con algo más profundo y furioso que el hambre dentro de las entrañas. Me senté en el taburete, como imaginé que a él le gustaría encontrarme, y tres cubatas siguieron al café en una espera de lentas horas sin saber si lo encontraría, si volvería aquella vez o alguna otra o nunca.  

 

Su llegada fue recibida por un reverencial saludo del camarero, reservado sin duda a clientes importantes, distinguidos. Recuerdo su llegada bajo el copioso bochorno que me producían las brasas provenientes de la cocina. Me miró cuando quiso, me sonrió rutinariamente, así que dejé el asiento y recorrí los 4 ó 5 que me distanciaban de su él.

 

 

15, 20, 25 minutos más tarde tal vez, me encontraba sentada en una silla sobre el centro de la sala, esperándolo. Desnuda, casi cabizbaja, con mis piernas abiertas en el ángulo exacto que él me había dicho, después de lavarme y perfumarme como me había pedido, no como una puta cualquiera, no, sino como la suya personal y exclusiva. Orgullosa, ebria,  exultante y en el estado de ligereza física de quien acude a una cita amorosa, deseaba que la puerta terminara de abrirse y el silencio de su presencia recorriera las baldosas que le separaban de su posesión. Se aceleraba mi corazón en esa espera, sudaban mis axilas, mi garganta, mi piel toda en el silencio caliente y en el miedo a moverme. Cuando al fin la puerta cedió en un leve crujido, suspiré como si me hubiesen devuelto la vida. Me sentí rodeada por el lento y concentrado fuelle de su respiración, observada como se observa, se aquilata y se valora la última pieza de una jornada de caza, la última joya adquirida en lejanas minas de Sudáfrica, la última bestia salvaje capturada por un despiadado y excéntrico  aristócrata inglés. Lentamente, su mano acarició mi cuello, mis hombros, mi pelo desatado, y presionando mi cabeza, la hundió todo lo que dio de sí.  Ató mis manos en el respaldo de la silla con el cordón de sus zapatos, y comenzaron los correazos sobre mis piernas, mi vientre, respetando mis pechos sin embargo, mis pechos, que temblaban, temblaban y sudaban. Si dijese que me dolían… creo que mentiría doblemente, pues era más que dolor, más que tormento aquel abismo.

 

      POR EL MOMENTO, MIS PLANES PARA TI SON FÁCILES: SE RESUMEN A QUE TE ENTREGUES SIN RESERVAS  NI PREGUNTAS, ¿ME OYES? NO PIENSES. TU CUERPO Y YO PENSAREMOS POR TI, ÉSA ESLA REGLA DETU VALOR. 

 

 


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