El laberinto de Blackwood. Primera parte

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Las luces policiales dibujaban espectros azules en el lienzo imperfecto de las fachadas, faros enloquecidos que guiaban en la noche londinense hasta el lugar de la tragedia.

–¿Han declarado algo los detenidos sobre la muerte de Mr. Grand, agente?

–Sólo dicen que fue una broma.

–¿Una broma?

–Eso es, inspector. Repiten una y otra vez: «Es una broma. Sólo es una broma».

 

*        *        *

 

Ocho horas antes

 

Londres despertó amenazado de lluvia. Un manto de nubes gris plomo cubría el cielo aquella mañana de noviembre, pero eso no impidió que Benjamín, London Pass en mano, visitará los rincones más emblemáticos de la ciudad. El Puente de la Torre, Buckingham Palace, la abadía de Westmister,... incluso la famosa cabina telefónica de Great George Street con el Big Ben como telón de fondo había sucumbido al objetivo de su iPhone, testimonios todos ellos de su paso por la capital inglesa que al instante subía a Instagram.

Su nivel de inglés era poco menos que bajo. El noventa por ciento del vocabulario que manejaba lo formaban frases de la infancia que por pura obstinación se negaban a desaparecer –estaba aquella de «Open the door, close the window», o aquella otra que decía «I’m Muzzy, big Muzzy» y que sólo servía para hacer sonreír a su esposa Fina–, pero no había lugar al que Benjamín no llegara gracias al lenguaje universal de los gestos.

Admiraba Piccadilly Circus con el iPhone en modo cámara en la mano cuando un desconocido, del que sólo recordaría después la flor roja que llevaba en la solapa y su aliento mentolado, se le acercó de improviso –«Señor Aceña. Esto es para usted»–, fantasma que se evaporó en el bullicio como un personaje victoriano. No fue consciente de la pequeña bolsa publicitaria de los almacenes Harrods que el extraño había colgado de su mano hasta que el tono de llamada de un viejo Nokia sonó desde su interior.

–Señor Aceña –por su acento, el que hablaba era inglés aunque manejaba un español de lo más correcto–. Tiene veinte minutos para llegar a Baker Street. 221B.

–¿Me toma el pelo? ¿Con quién hablo? –¿Baker Street? ¿De qué le sonaba? La situación era tan fantástica que le patinaban los recuerdos.

–Puede llamarme… Blackwood. Sí, eso, Mr. Blackwood. Y ya sólo le quedan diecinueve minutos, señor Aceña. Su mujer y su hija se lo agradecerán.

–¿¡Qué está diciendo, maldito cabrón!? –había dejado a Fina e Isabel en el hotel, entusiasmadas porque iban a ver el musical Mamma Mia!–. ¡Si les toca un pelo…!

–Cálmese, señor Aceña.

–¡Y una mierda! Quiero… ¡Exijo hablar con mi esposa!

–Hágalo. Pero cálmese, por favor.

Fina consiguió tranquilizar a Benjamín. Se encontraban bien, aunque la pequeña Isabel estaba aterrorizada, y no hacía más que preguntar una y otra vez por su papá.

–Por favor, cariño –se despidió Fina entre sollozos–, haz lo que te pida esta gente.

–Ya ha perdido demasiado tiempo, señor Aceña. Le sugiero que coja la línea de metro Bakerloo en la estación de Piccadilly Circus… Y nada de llamar a la policía.

Benjamín gritó a la línea muerta, sin resultado, así que echó a correr hasta la estación de metro indicada para coger el convoy que lo llevaría a Baker Street.

Durante el viaje bajo los cimientos del viejo Londres, Benjamín se hacía una y otra vez la misma pregunta: ¿Por qué? Eran unos don nadie de turismo por Londres. Él era profesor de secundaria y Fina programaba videojuegos para Arcadia Soft. ¿Se trataría de un caso de espionaje industrial? ¿Quería acceder el secuestrador a Zomblince IV, el videojuego que la empresa lanzaría las próximas Navidades? ¡Qué más daba! Lo importante era recuperar cuanto antes a lo que más quería en este mundo.

La estatua de Sherlock Holmes le dio la bienvenida cuando de nuevo estuvo en la superficie, y entonces recordó que el 221B de Baker Street, convertido ahora en museo, era donde había vivido el detective imaginado por Conan Doyle. Hacia allí se dirigió a todo correr, y llegó a la puerta de tonos oscuros poco antes del plazo concedido.

–No te entiendo, Cari –escuchó Benjamín a una joven española que salía del museo en ese momento–. Sherlock Holmes nunca existió, así que esta ruta es una farsa.

–Pues bien poco te importó que no existiera Harry Potter –respondió su novio algo molesto–; tus fotos junto al andén 9 ¾ tienen ya varias decenas de likes.

Benjamín dejó de atender a la discusión de la pareja cuando un individuo, con una flor roja en la solapa, llenó su visión y su entendimiento, y hacia él se fue con las manos por delante. «¿Dónde están, cabrón?¡¿DÓNDE?!», le gritó a la cara, y allí mismo habría machacado al tipo si una nueva llamada al móvil no hubiera desviado su atención durante un precioso segundo, distracción que el atacado aprovechó para escapar. «¡Mierda!», fue lo único que pudo lanzar a la figura en huída, y descolgó el móvil ante la sorpresa de todos los que habían asistido al altercado.

–Deje en paz a los ciudadanos, señor Aceña; está llamando la atención.

–Pero llevaba una flor roja… –mientras hablaba, Benjamín miró en derredor a la búsqueda de Blackwood; si había visto el incidente, tendría que estar cerca.

–Es de buena educación conocer la cultura del país que se visita, señor Aceña. La flor es una amapola, todo un símbolo nacional con el que recordamos a los soldados caídos durante la Primera Guerra Mundial.

»Y después de esta lección de historia, vayamos a lo que nos ocupa. Tras la maceta que adorna el 221B encontrará una bolsa. Cójala, por favor.

–¡Blackwood! Suéltelas o le juro que…

–¡¡Coja la maldita bolsa...!! Por favor.

Ignorando a los transeúntes que lo rodeaban, Benjamín cogió la bolsa escondida tras la maceta indicada, también de Harrods, que resultó bastante más pesada que la anterior. Tuvo que ahogar un grito al reconocer lo que su mano tanteaba a ciegas y buscó con desesperación el lugar más resguardado de todo Baker Street para continuar la conversación alejado de oídos extraños.

–¿Una pistola?

–Un revólver, señor Aceña. Y ahora, hablemos de negocios.

»Piense en su esposa. Y en la pequeña Isabel.

–Haré lo que me pidan –dijo con un hilo de voz–. Pero no les hagan daño.

–¡Por Dios, no! Aunque eso sólo depende de usted. Vaya al número 2 de Devonshire Place. Allí le daremos la siguiente instrucción. Tiene un cuarto de hora.

 

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