El laberinto de Blackwood. Segunda parte

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Camino de Devonshire Place, Benjamín cambió varias veces de acera ante la posibilidad de cruzarse con un bobby, el aire culpable y la bolsa de Harrods pesándole una tonelada. Las calles que esa mañana le resultaron luminosas a pesar del nublado ahora lo asfixiaban, como si fuera un ratón de laboratorio obligado a recorrer el laberinto del que sólo su invisible creador conocía la meta.

Ante el número 2, bajo una placa que Benjamín no llegó a leer, el joven se encontró de nuevo con la pareja española. Tan sorprendido estaba por la casualidad que no se dio cuenta de que el tipo de la amapola se hallaba tras él. «No se vuelva; no me hable», le dijo con su aliento mentolado, a lo que Benjamín obedeció. Notó cómo el individuo trasteaba en la bolsa, y tras unos clics metálicos, sonó de nuevo el tono de llamada del Nokia; el señor Amapola ya no se encontraba tras él.

–Bien, señor Aceña. El revólver está ahora cargado y listo para usar.

–¿Usar contra qué?

–Contra quién, sería la pregunta correcta, señor Aceña.

»Va a matar a Sir Peter Archibald Grand, nuestro Primer Ministro.

–¿Están locos?

–Es un traidor a la nación, y usted quiere recuperar a su familia. ¿Verdad?

–...

–Necesito una respuesta, señor Aceña.

–Sí… Lo haré.

–Bien. Es un trato entre caballeros. El Primer Ministro se encuentra presidiendo un acto en el número 2 de Upper Wimpole Street, y después almorzará en el Criterion Restaurant, en el 224 de Piccadilly. Vaya hacia allá y tome una buena posición.

Y hacia Picadilly se dirigió de nuevo Benjamín, derrotado y lleno de dudas. ¿Sería capaz de hacerlo?... ¡¿Sería capaz de NO hacerlo?! Era la única forma de liberar a su familia, y no podía pedir ayuda a la policía. ¿Qué opción le quedaba?

Ante el Criterion estuvo apostado Benjamín durante más de dos horas pero el Primer Ministro no apareció. En su lugar volvió a toparse con la pareja de españoles, que lo reconocieron extrañados de los pasados encuentros.

–El almuerzo se ha cancelado. Diríjase al Royal Haymarket Theatre. Rápido.

Pero allí tampoco pudo consumar el magnicidio. Ni en la estrecha calleja Craig’s Court, como tampoco en Whitehall Place, último destino proporcionado por la voz. Quienes sí aparecieron fueron los españoles, y como no vio en los alrededores al señor Amapola, los abordó no sin alertar al joven, que le espetó un agresivo: «¿Qué quiere?».

–Me tomarán por un loco…

–No le quepa duda –contestó hosco el joven.

–... pero estoy metido en un problema y creo que pueden ayudarme.

–Siga su camino, amigo. No queremos líos...

–Cari –intercedió su novia–. Es un compatriota; al menos podemos escucharle.

Visiblemente aliviado, Benjamín les preguntó la razón por la que habían coincidido hasta en cuatro ocasiones desde Baker Street.

–Mi novio se ha empeñado en hacer la estúpida ruta de Sherlock Holmes.

–¿La ruta de Sherlock Holmes?

–Elemental, querido Watson –y la joven rió su propio chiste–. Tenga mi folleto.

Y sin despedirse de la pareja –«Capullo desagradecido», le dirigió el joven a la espalda–, Benjamín se sumergió en el tríptico impreso por Viajes Fiumicino & Sierra, en cuya portada podía leerse «Ruta de Sherlock Holmes». En él se indicaban todos aquellos lugares que tenían relación con el sabueso de Baker Street y su creador: el museo en el 221B de Baker Street; la consulta que Conan Doyle tenía en el número 2 de Devonshire Place; el Criterion Restaurant, donde se conocerían Sherlock y Watson,... En el lugar en el que se encontraba Benjamín estuvieron localizadas las primeras oficinas de Scotland Yard, y así seguía la ruta hasta el Puente de la Torre, donde el Holmes de Robert Downey jr. derrotaba a un tal Lord Blackwood. ¡BLACKWOOD! Sintiéndose de lo más estúpido, Benjamín comprobó desde su teléfono móvil que el Primer Ministro no se encontraba en el país pues participaba en Francia en los actos conmemorativos del final de la Primera Guerra Mundial.

El Nokia volvió a sonar. «Vaya al número 10 de Northumberland Street», fue lo único que dijo la voz antes de colgar y, tras consultar el tríptico, Benjamín sonrió de manera peligrosa, no sólo porque el sitio al que debía dirigirse era el Sherlock Holmes Pub, lo que confirmaba que realmente estaba siguiendo el circuito, sino porque el llamado Blackwood había tenido que subir el tono de voz para hacerse oír por encima de un estruendo metálico que Benjamín conocía de aquella misma mañana; el sonido que hacía el Puente de la Torre al abrir el paso del río Támesis. Allí se encontraba el final del laberinto; ése era el lugar donde lo esperaba Mr. Blackwood y sus cómplices.

 

*        *        *

 

–Lléveme con mi familia, maldito cabrón.

 Benjamín había dado en el clavo; tenía al señor Amapola frente a él, a no más de diez metros. Se movió entre la masa de turistas hasta rodearlo, y sólo cuando sintió su aura mentolada sacó el revólver del bolsillo. «Lléveme con mi familia, maldito cabrón», le dijo tras encajarle discretamente el cañón entre los riñones, a lo que el otro accedió para nada asustado, sino más bien gratamente sorprendido como un niño la mañana de Reyes.

El local donde tenían secuestradas a Fina e Isabel se hallaba cerca del puente. Estaban físicamente bien, aunque sus caras mostraban las horas de terror sufridas, y sobre una mesa Benjamín encontró el tríptico con la ruta de Sherlock Holmes.

–¿Dónde se encuentra Mr. Blackwood?

–No hay nadie más. Yo soy Blackwood.

–¡Miente!

–Juro que le digo la verdad, señor Aceña –tras lo que el joven, un muchacho inglés de buena presencia y no más de veinticinco años, les explicó que todo había sido una broma orquestada únicamente por él, Henry Archibald Grand, primogénito del Primer Ministro–. Estaba aburrido y no se me ocurrió mejor manera de divertirme.

A Benjamín se le desencajó la cara, pero no tanto como a su esposa Fina, que sólo veía el miedo sufrido por su pequeña Isabel.

–¿Y el secuestro? ¿Y el asesinato de… su padre?

–Mi padre es un auténtico capullo, pero tampoco es para matarlo.

»Y ahora coged estas dos mil libras por las molestias causadas y largaos.

–¡¡DOS MIL LIBRAS!! –a Benjamín la indignación le teñía de rojo la cara.

–¿Cuatro mil, tal vez? Me sobra el dinero, así que poned la cifra.

–¿Sabe acaso lo que nos has hecho pasar, maldito cabrón?

–Sólo estaba aburrido. Y ahora me estáis estropeado la diversión.

»Los españoles no sabéis apreciar una buena broma.

–¡Una broma! ¡¡UNA BROMA!!

El revólver le temblaba en la mano. A duras penas se contenía para no apretar el gatillo, pero fue la mano de Fina, templada y fría, la que descerrajó tres disparos en el cuerpo del joven tras arrebatarle el arma a su esposo.

–Yo sí sé apreciar una buena broma. Y también hacerlas.

 

*        *        *

 

–¿Una broma?

–Eso es, inspector. Repiten una y otra vez: «Es una broma. Sólo es una broma».

 

B.A.: 2.016


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