Muerte en la justa

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Escudo y lanza en ristre, el flamante caballero espoleó su montura hacia el destino. Armado de arriba abajo y completamente acorazado. La armadura no dejaba ver su frágil carne por resquicio alguno.
Y al toque de corneta las lanzas bajaron de los cielos para apuntar al frente. Al tiempo que las telas que cubrían a sus fuertes corceles ondeaban al viento, majestuosas, como estelas de sus siluetas. Y es que ya apenas se podía ver la justa. Pues los poderosos cascos de aquellos animales levantaban grandes nubes de polvo al viento, cegando las gradas.
De manera que aquel duelo era particular. Pues tan solo podían ver los dos caballeros que cargaban el uno contra el otro, dispuestos a derribar al contrario.
Ambos jinetes, con el rostro cubierto por el frío y duro metal, podían oír sus fuertes respiraciones dentro de la lata que les protegía. Al tiempo que sus corceles avanzaban a ciegas con los ojos cubiertos para no asustarse.
Pero el desenlace de la justa era ya sabido por todos. Pues uno de ellos caería al olvido y la vergüenza. Mientras que el vencedor sería colmado de regalos y alabanzas. El triunfo y la derrota. La felicidad y la humillación. Ellos dos se lo jugaban todo a una sola carga.
Y fue en ese momento. Cuando el blanco caballero de dorada capa fue atacado por sorpresa. Por el enemigo que menos cabía imaginar. La naturaleza. Pues un rayo de sol cegó su visión, y al igual que su montura cabalgó hacia el desastre sin poder ver su final, derrotado en su ilusión.
Sin embargo su contrincante, el granate caballero, de capa blanca moteada con manchas rojas,  falló su carga y no pudo dar en el blanco. Y fue entonces, abandonada ya toda esperanza, cuando el jinete de la dorada capa fue empujado hacia atrás por su propia lanza, pues algo lo había golpeado en la punta de su hasta.
Quiso ver lo ocurrido, pero tan solo una mancha roja aparecía en su dolorida vista. Y entonces ocurrió. En el momento de mayor confusión, cuando solo sentía la respiración de su corcel. Sonrió tras la visera de su yelmo al oír las exclamaciones del público. Pues él se encontraba a lomos del caballo, no había caído, ni sido derrotado. Por lo que dedujo, el blanco caballero, que el triunfo era suyo.
Detuvo el galope despacioso sin forzar a su animal y se subió la visera del casco. Alguien recogió las riendas y lo condujo a lugar seguro mientras que iba recuperando la visión.
La victoria era suya. Lo había conseguido. Pues el triunfo significaba un gran premio y una prospera vida rodeado de paz.
Pero ni siquiera lo vio. Cuando se presentó ante el tribunal, presidido por el rey, su visión estaba recuperada y su contrincante desaparecido.
-Te proclamo campeón, te lo has ganado.-y al tiempo que le entregaban el tan deseado trofeo, la fama y su nueva vida eran puestas en sus manos de igual modo. Bajo el coste de la derrota y la humillación de su contrincante, que no podría conseguir lo que él había hecho. Pues un charco de sangre decoraba el centro de la justa, dejando un rojo rastro en la arena por donde el muerto había sido arrastrado. Ahora lo veía todo claro. Ya que la muerte de su enemigo había provocado las exclamaciones. No era como lo había imaginado. Una vida a cambio de otra. Esa era la máxima expresión de su deseo. Abandonar una vida para vivir otra. Sólo que en esa ocasión, alguien ganaba una mejor vida, y el otro, el derrotado, la perdía. No para vivir una peor, sino para morir y desaparecer en el olvido. Y sin embargo poco cabía esperar ahora de su nuevo destino, pues el público no aplaudía sino que lloraba la muerte del granate caballero.
Ya que él no era un vagabundo, sino un hombre de mundo, con don de gentes. Amado por muchos y odiado por pocos. Y ahora esas gentes lo conocerían por ser su asesino. Y el amor que le profesaban se convertiría en odio hacia el blanco caballero que nada había visto.
Quiso explicarlo cuando el silencio llegó y ni un alma aplaudió, que él, cegado por un rayo de sol, nada pudo ver y un accidente fue, la muerte de su contrincante.
Pocos le creyeron, entre ellos el monarca, pero a fin de cuentas no viviría con él, sino rodeado por aquellos cuyas miradas refulgían en odio por haber matado a su amigo, familiar, compañero.
La nueva vida ganada, a fin de cuentas, no sería la imaginada. Pues sería odiado y marginado a no ser que abandonara su hogar, en busca de otro lugar. Habría querido ser recordado por su victoria y ser famoso y aplaudido. Sin embargo, por ella sería recordado. Pues su victoria significó la muerte de su contrincante, cuyo cuello había quedado sesgado por su lanza.
Abandonaría su ciudad. Y de aquel momento, tan solo un trofeo quedaría para no olvidar, la victoria y la derrota que sufrió en su amado hogar.
Se dio cuenta finalmente mientras miraba el premio de oro que le había sido entregado, de que los sueños no se asemejan a lo esperado. Pues rara vez un sueño es cumplido del modo deseado.


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