Vengar la historia

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Carlos sentía el frio del cañón de la pistola en su nuca. Apenas temblando, Alejandro sostenía el arma más seguro que firme. Como ?en una película, habían llegado al desenlace. El escenario era propio de un drama: una casa abandonada, semi derrumbada, alejada del pueblo, campo adentro, rodeada de árboles y con pastizales en lo que habían sido las habitaciones. Ahora la película, el drama, llegaban a su fin. Carlos, de rodillas y Alejandro detrás de él a punto de convertirse en su verdugo. ¿Cómo habían llegado a esa situación? Habría? que remontarse 38 años atrás. Carlos, como jefe de batallón, era quien ordenaba las torturas y la ejecuciones de los prisioneros, que luego serían disfrazadas de " enfrentamientos armados" o de la más terrible: "la desaparición". Y 38 años atrás, con mucha obediencia y más conciencia aún, ordenó torturar y desaparecer a una pareja que tenía prisionera. Y no sólo eso: se apropió del fruto del amor de esa pareja. Tomó en sus brazos al hijo en pañales de esos desaparecidos y lo hizo suyo, para sacarlo bueno, criarlo como Dios y la Patria mandan. Y después, exactamente 38 años después, aquí estaban, a punto de finalizar la historia.

Alejandro había tenido sospechas. Desde hacía 5 años. Su historia no cerraba, habían puntos oscuros. Y trató de indagar. Indagando se dio cuenta: algo no cuajaba. Sus padres no tenían respuesta y entendió. El odio comenzó a crecer en él. La mentira, el engaño, los fantasmas se adueñaron de su ser. Alejandro sentía deseos incontenibles de saber de su verdadera familia. De tanto insistir obtuvo un par de nombres: Liliana y Rubén. Eso le dijo su apropiador. Y sucedió algo más: los jueces querían que Carlos respondiera por sus crímenes de antaño, a lo cual Carlos respondió en forma valiente y heroica, es decir, huyendo.

Con el tiempo y a pesar de haber tenido aunque sea una escueta respuesta, Alejandro seguía inundado de odio. Un odio que lo quemaba y consumía. Es por ese sentimiento que decidió cazar y ejecutar a Carlos. Comprendió que el peor crímen de ese militar no era la muerte de sus padres, si no la muerte de su historia, de su identidad. Y ese hecho no quedaría impune. 

Semanas intensas y vertiginosas de búsqueda le dieron resultado. Alejandro encontró a Carlos en un pueblo en un campo alejado de la capital. Y una vez allí lo secuestró y lo llevó a un lugar retirado del pueblo. Le quitó su libertad, tal como el había hecho con sus padres. Ahora Carlos iba a tener su castigo. 

Alejandro apoyó el arma en la nuca de Carlos y dijo:

- Esto es por Liliana, mi mamá, y por Rubén, mi papá...- 

Carlos, casi gritando, le suplicó:- ¡esperá, esperá, no me mates!¡quiero que sepas la verdad completa, hijo!-

-¡No me digas así! ¡No soy tu hijo! ¡vos me dejaste sin padres, sin raíces, sin historia! ¡Hablá ahora! ¡Pedí perdón a Liliana y a Rubén!-

- Alejandro, Alejandro, ellos....- dijo Carlos, y la voz que antes suplicaba, cambió y se hizo firme- ... Ellos no eran tus padres, esos nombres los inventé yo para dejarte conforme, la verdad, nunca supe cómo se llamaban-

Eso fue una estocada al corazón de Alejandro. De repente el odio, la tristeza, la duda, el dolor, la incertidumbre, todo estalló. Sus ojos se llenaron de lágrimas y quiso apretar el gatillo. En ese momento un pájaro muy grande voló cerca de él. Alejandro se agachó para esquivarlo. De un salto Carlos se dio vuelta y le arrebató el arma. Forcejearon, se empujaron y golpearon. Cuando tuvo una distancia prudente Carlos disparó tres veces contra Alejandro, que dio dos pasos hacia atrás y cayó muerto. Carlos guardó el arma y se alejó sin culpa, sin remordimiento ya que, después de todo, ese nunca había sido su hijo.


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