El protocolo antes de partir

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Un día rutinario, como los otros tantos de ayer, que parecía afrontar William con la esperanza necia que lo caracterizaba.

“Sé que estás ahí, Mireya”, insistía William, que tocaba religiosamente la puerta todos los días posteriores a la ruptura, que según él, no se había consumado del todo. 

Entre los “déjame explicarte” y los golpes a una puerta que para nada tenía la culpa, se escurría una que otra lágrima sobre las mejillas poco tonificadas de William. 

Transcurrían las horas y el golpeo era insistente. Él parecía conocer a la perfección lo que acontecía detrás de esa puerta. 

 “Siempre, a esta hora, sueles ver tu programa favorito, La Prueba Final. Es probable que el episodio que estás viendo ahora sea en diferido; si no quieres recibir spoilers, ábreme”, suscitaba William en un tono simpático, camuflando su pesadumbre con el sentido del humor que aún conservaba a pesar de la situación. 

Entre la cordura de expresar sus más que latentes flagelos y la insania de quizá estarle hablando únicamente a un objeto inmóvil. William no pensaba que esto último pudiese ser un hecho; conservaba la fe ciega de que Mireya estaba ahí, escuchándole atentamente, además. 

Después de todo, era él quien le conocía hasta los desvaríos. No podía negarse la convicción de William y sus formas que, siendo quisquillosos, rozaban el acoso. A lo mejor él necesitaba un “no” directo, la negación de todo afecto recíproco y por ende, la defraudación de la esperanza. Es probable que manifestándose Mireya se ahorrasen palabras y se hiciere ausente de una vez por todas el sonido apabullante que emitían los constantes golpes a la puerta, mismos que ya empezaban a hacerse notar en el vecindario. 

Ese mismo día y tras unos minutos de completo silencio, William, sentado y reposando su cabeza sobre la puerta con una expresión de atonía, fue testigo de un leve ruido producido a cercanías. Mireya había adoptado la misma pose que William, y esta era la vez en la que, finalmente y, tras cuatro semanas de total y paciente insistencia de William, se pronunciaba. Las primeras palabras que emitió denotaban un quebrantamiento de la voz, pues, con toda la pena, se dirigió a él como un completo desconocido.  

“Joven, usted no tiene nada que hacer aquí. No le conozco y no entiendo las intenciones   que lo motivan a venir a provocar un escándalo. Regrésese a su casa, aquí no es bienvenido y nunca lo será”, pronunció Mireya, ante la sorpresa inmediata de William, que se mantuvo de la misma forma sin soltar una sola palabra. 

 William desconocía esta nueva actitud de Mireya, pero no la compraba. Él comprendía el largo silencio y también el dolor aunado a las palabras de Mireya. Se recurrió a aquello que corrompía el lado de las pasiones, a lo que manchaba el espíritu de una relación que se mantendría sólo desde el propio deseo de estar acompañado -el conformismo, vaya-. No había mejor despedida que la nueva cosmovisión, y ambos lo contemplaron en el gran encuentro. Sí, es a eso mismo a lo que se atuvieron: “nunca volverá a ser igual”. 

 


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