El té envuelto en desierto

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El té humeante se hundía en la arena al tiempo que comenzaba a caminar hacia la profundidad del desierto; sus pasos eran barridos por el viento áspero del atardecer, dejando antes un resto de huellas en vaivén, acompasadas con las gotas que desfilando una por una desde la tetera inclinada, parecían formar un patrón inteligible y fugaz.

Sareb sin embargo no lo comprendió al principio, y gritó varias veces a Said por su nombre, implorándole que volviera. La única respuesta a sus oídos era el rumor de su vestimenta golpeada por el aire, bailarín infatigable con sus pensamientos solitarios, porque Said ya no pensaba, su silueta se iba absorbiendo por la pendiente de arena y su mente se hundía en la inmediatez del destino.

Ella al fin comprendió la escena, esa escena de colores planos y sombras alargadas, como las que se aproximaban a su espalda casi sin rumor. Se dio la vuelta y el contraluz anaranjado que le cegaba los ojos apenas le permitía reconocer las formas que llegaban a su encuentro, adornadas con hojas afiladas y preparadas para la sangre; Sareb soltó la tetera y colocó su mano en la frente, se acercó unos pasos hacia sus captores para localizar sus ojos entreabiertos, enrojecidos por el polvo.

Cuando estuvo a su alcance, al alcance de los segundos finales, giró hacia oriente su rostro una última vez y con una sensación de descanso dejó de ver las huellas de Said y su silueta esbelta y lejana, pero recordó sus cánticos de muecín y el pasado en la aldea donde despertaba con el sonido procedente de la mezquita, donde él entonaba la belleza ante sus oídos al despertar de las palmeras ardientes.

Más allá de aquella melodía que la garganta del muecín amaestraba y endulzaba, Sareb recordó cómo se levantaba del lecho caliente al amanecer, aún sobre el tapiz de estrellas mortecinas, y trazaba en el aire aquellas notas sintiendo que no había nada más que la voz desnuda de Said.

Un jinete desenvainó su filo cuando apenas quedaba té, evaporado, envuelto en el desierto.


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