Levántate y Anda

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Me avisó del hecho una vecina, la del 4to B.

Salí corriendo y perdí una chancla en la escalera, porque el ascensor dejó de funcionar.

En la acera la multitud no dejaba de crecer y la histeria se podía oler, así como el perro huele el miedo de un desconocido.

Los pájaros habían callado sus cantos y refugiados en las frondosas copas de los tilos de la plaza.

Ningún coche circulaba por la cercana avenida, tampoco lo hacía el tren que parte en dos al barrio.

Los únicos que se veían inocentemente alegres, eran los niños que habían sido sacados de sus aulas apresuradamente.

Al pisar la acera, la lluvia comenzó a caer como un finísimo velo de novia y nos cubrió por completo en solo un par de minutos. Era irremediable.

Me encaramé a un sillón del bar cercano para obtener mejor vista, coincidiendo con un vecino que me alertaba de la posible caída que sufriría si continuaba con mi escalamiento en tan endeble asiento. Me dijo:

¡Te vas a caer y tendremos que llevarte al ambulatorio! ¡Ya verás; que te lo he dicho! Hazme caso y baja de allí, que te romperás la espalda. ¡Deja ya de gritarme Francisco! Que no puedo ver bien dónde está ahora mismo. ¡Qué te vas a cae…!

Y me caí.

Menudo porrazo me di. Rodé por la acera como un tonel que se lanza calle abajo, atropellé en mi loca carrera a la rumana del mercadillo, un niño de tres años, el camarero chino del bar, el dependiente sudamericano de la ferretería, el paquistaní gordo de la frutería, a la marroquí que atiende la tienda del barrio, a un oscuro subsahariano mantero que ofrecía sus duplicaciones de Vuittón, a dos turistas belgas que habían asomado sus narices del hotel de la manzana de la plaza, al árabe del locutorio, al italiano de la pizzería Don Luigi, al francés de la panadería, a un alemán que disfrutaba de su Frankfurt en una mesa del bar del griego, un cura anglosajón que da misa solo los sábados, dos mormones yanquis que predican en la esquina, la cajera judía del supermercado, al palestino ciego que vende la Once y al catalán del altillo.

Hasta allí llegó mi rodada.

Me quedé tirada, sucia, estropeada, toda dolorida, humillada, ajada, despreciada, hundida… una voz conocida me sacó del ensimismamiento en que me había metido tras el periplo destructivo:

Vamos mujer, ponte de pie… arriba España que no todo está perdido.

Sus abdominales perfectos asomaban por entre la camisa entreabierta, su piel dorada bajo Febo en el archipiélago brillaba como bronce pulido; me tendió la mano y se la tomé con fuerzas.

Gracias Aznar, otra vez me has salvado.- y nos fuimos por una cañas y un bocadillo de calamares.

 


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