Hielo y fuego

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Sus ojos de hielo me miraban estupefactos. No sé bien el por qué, pero veían algo nuevo en mí que no habían visto hasta ese momento, o tal vez no habían querido verlo hasta ese instante.

Cautelosa, aparté mi mano de la suya, que se sentía helada, y seguí mirándolo fijamente, esperando una respuesta por su parte. 

Nada.

Él, movido por un miedo incontrolable, me dio la espalda, se alejó sin decir palabra y desapareció entre los árboles.

Esa mirada me quedó grabada a fuego. Aún a día de hoy sigo viendo esos ojos, sus ojos, mirándome con miedo, con temor... Con desprecio.

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Los días en palacio pasaban lentos, repetitivos. Desde el día de mi coronación todo parecía haber cambiado, ya nadie me trataba como antes, nunca había sentido tal soledad como en los últimos meses. La gente se apartaba a mi paso y me ignoraban como si fuera ajena a ellos.

La muerte de mi hermano mayor había sido un golpe extremadamente duro para todos. El heredero del reino, el joven preparado desde su nacimiento para gobernar con sabiduría y sobriedad, muerto en un desafortunado accidente de caza. Nadie esperaba ese golpe. Pero peor aún había sido que, a los pocos días, el Rey del Reino de Fuego muriera por la gran pena que sentía.

El pueblo estaba desolado, sin una fuerza que los guiara y calmara sus pesares. Al parecer a nadie le importaba lo que yo opinara, pues me nombraron reina al día siguiente, en una ceremonia llena de lágrimas, llorando a mi padre y a mi hermano, la única familia que había poseído hasta ese momento.

Traté de ser fuerte, como había visto hacer a mi padre en diversas ocasiones, pero, al acabar el día y verme sola en mis aposentos, el llanto me invadía de nuevo. Esta tortura parecía no tener final.

Intentaba que todos me vieran como una figura guía a la que seguir e imitar en los malos momentos, reprimiendo mi tristeza en todos los eventos a los que asistía, aunque mi pesar estaba tan presente que el aire se cargaba de pena y todas las reuniones se convertían en una ceremonia de infelicidad.

Mis paseos por el bosque detrás de palacio eran lo único que me alejaba lo suficiente de la realidad como para evadirme de todos mis pesares. Aquél había sido mi lugar favorito durante toda mi niñez y gran parte de mi adolescencia, donde pasaba largas horas haciendo travesuras, cuando aún era la simple princesa a la que todos mimaban y dejaban ir a su aire, sin preocupaciones que nublaran mi pensamiento.

Había dejado de frecuentar aquél lugar de repente, cuando mi mejor amigo decidió alejarse de mí por una razón que yo no comprendía. Él era de un pueblo cercano, ubicado al otro lado del bosque, en la frontera entre nuestro reino y el adyacente. No recuerdo bien la razón por la que dejamos de vernos, pero sí sé que me rompió el corazón cuando creía haber encontrado al amor de mi vida, en pleno apogeo de mi juventud, y no podía pasar un solo día sin verlo aunque fueran unos minutos.

Pasear entre esos árboles me daba una sensación de protección y calma que no era capaz de encontrar en ningún otro lugar desde hacía tiempo. Las horas pasaban lentas y podía dedicarme a mis pensamientos mientras perdía el tiempo.

Había terminado todas mis reuniones y decidí adentrarme en la espesura para perderme en mis pensamientos vacíos. Paseaba sin sentido, simplemente disfrutando del cobijo de los árboles, cuando una voz rompió mi tan preciado silencio.

—¿Quién eres? —preguntó esa voz masculina.

Miré a mi alrededor pero no fui capaz de ver a nadie. Esperé unos segundos para ver si hablaba de nuevo y podía localizar el lugar del que provenía la voz, pero no dijo palabra alguna.

—Soy la reina de estas tierras. ¿Quién eres tú? —pregunté, tratando de parecer firme pese a la incomodidad de la situación.

Unos pasos tras de mí me hicieron voltearme con violencia para encararme al desconocido.

Apenas me dio tiempo a verle el rostro cuando él decidió responder a mi pregunta.

—Soy Glacio, rey de las Tierras Heladas.

Sus palabras se perdieron en el aire al ser pronunciadas. No era capaz de escuchar ni de pensar. Todo lo que creía recordar se perdió en aquél instante en que sus ojos se encontraron con los míos.

—Pero no has respondido a mi pregunta.

Continuó como si nada, mirándome con el mentón alzando y sobrada indiferencia ante mi presencia.

—Yo...  —Mi boca trataba de articular palabras que mi cabeza era incapaz de encontrar —Yo soy....

Su rostro pasó de la indiferencia a la confusión. Parecía sorprendido.

De mi garganta no salía sonido alguno, y me quedé con la boca abierta mientras el silencio lo invadía todo de nuevo.

Ni un cuadro habría sido capaz de representar aquel llamativo contraste, él, vestido con inmaculados ropajes blancos y azulados, contrastando conmigo, toda de excéntrico negro y rojo.

Pasaron varios minutos y ninguno de los dos se movió. No dejaba de mirarme de arriba a abajo, deteniéndose a analizar cada detalle de mi rostro, de mi pelo, de mi cuerpo...

—¿Te conozco?

Preguntó al fin. Un borroso recuerdo parecía haber vuelto a su mente.

No me veía con fuerzas para responderle. A mí no me había hecho falta más que mirarle a sus helados ojos azules para reconocerlo al instante, pero él no parecía tener más que un vago recuerdo de mí.

—Lo dudo.

Respondí al fin con sequedad. No iba a pasar por aquella situación. No me sentía con fuerzas para ello.

Él alzó una ceja, extrañado.

—¿Estás segura?

Preguntó, insistiendo de nuevo.

Le di la espalda, no iba a permitirle ver mis lágrimas después de todo lo que me había hecho pasar.

—Sí.

Comencé a caminar para alejarme de él, apresurando el paso.

Me alejé lo suficiente para dejar que mi sollozo se liberara al fin y un gemido de dolor escapó de mi garganta a traición.

Una presión en el estómago me atrapó y no me dejó seguir caminando. Traté de zafarme cuando sentí una mano helada bajo la mía agarrándome con excesiva fuerza. Me quedé petrificada.

—¿De verdad crees que me he olvidado de ti?

Sus brazos me apretaron con más fuerza aún.

—Sigues siendo igual de crédula que entonces.

Me abandoné al llanto, cubriendo mi rostro con mis manos.

Sentí el suelo bajo mis rodillas cuando me dejé caer, aún con aquél forzado abrazo, y su cuerpo, frío como el hielo, cubrió el mío, ardiente como el fuego, haciéndome sentir aquella seguridad que no sentía desde hacía tantos años que creía haber olvidado.

—Perdóname, Ígnea...

Sus palabras quedaron ensordecidas por mi llanto.

Él me apretó con más fuerza.


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