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Cruzaba los espacios con una frivolidad tremenda. Él sabía dónde justamente estaba cada cosa y en su mundo cada una de ellas tenía su significado. Por ejemplo una taza de té para él no era una simple taza de té. Era una obra de arte de la cual él no podía tomar posesión… anhelaba poderla tocar, poderla rozar, poderla beber como antaño lo hiciera en noches de desvarío. 
La imagen de una mujer desnuda no producía en él, el efecto que antes engendraba: ese calor abismal en su piel, ese deseo de poseerla, de tocarla y de hacerla suya en la humedad aniquilante de su baño. Era ahora una imagen de curvas, de formas impenetrables e indescifrables. Era un algo eterno, un ser perfecto del cual no cabe duda que al más mínimo toque produce una eternidad de hechizo, de magia, de encantamientos que no cabían ya solo en el sexo y en las sensaciones que fecundaba su piel extasiada por el encanto. 
La imagen de las cosas carecía ahora de una forma. Todo se mezclaba con todo, una amalgama pictórica que de manera asimétrica conformaba un todo desatinadamente inaprehensible. 
Una imagen asincrónica…de repente el grito, el miedo de no entender más de lo que la vista le proveía. Esa oscuridad abismal que lo consumía cuando las luces eran apagadas y de cuya imagen no toleraba el recuerdo. 
Los recuerdos lo fueron consumiendo, lo iban dejando arrinconado solo y sin sentimientos en un oscuro lugar apartado del mundo. No tenía sombra y eso lo enloquecía más. 
Como cuando ella llegaba de la faena acostumbrada y no le prodigaba sus palabras y se encerraba en su alcoba a leer el diario y no se percataba de que había preparado para ella una cena especial con el candil encendido y la rosa roja puesta en su silla la cual despuntaba al alba en el mismo sitio intacta, sin ser vista ni olfateada ni tocada, sin dejar ella en la espina parte de su intimidad romántica.
Hoy por primera vez, tal vez por el efecto de su angustiada actitud de hombre olvidado entre las baraúndas secretas de su noche la recordó. 
Casi enloquece ante su imagen. La veía tal cual era. 
Una capa negra cubría su destino. Una línea de un despampanante orgullo, donde se sostenía le permitía mantenerse en pie. Era como se la había recreado en sus noches de soledad. 
Su voz era como una asqueada emisión lingüística, nada profundo, nada sublime, nada sobrenatural…era tan ella. Tan impermeable, tan soterrada, tan insensible. 
Se fijó de repente en su foto matrimonial y extrañamente la vio sola. Se acercó husmeando y se percató que la estampa yacía recortada, con tanta delicadeza que aquello parecía una obra de arte. Trató de llorar, pero extrañamente no podía derramar una sola lágrima. Se sintió en un estado de locura tal que empezó a correr por todo el lugar, más allá de lo que creía, se preguntaba qué era esa extraña situación. Maldecía su destino. Cruzaba las paredes, las puertas, los materos que él mismo hubiera sembrado y cultivado para ella. 
Suena el timbre. Corre apresurado. Ella abre, sonríe. La mujer la sostiene por la cintura. La besa y se entregan a sus juegos que hacía ya cinco años consumaban en secreto. 
Él las mira hacerse apacibles. Se comunican palabras que ahora no entiende. Es como si su lenguaje fuera de otro mundo. 
Siente tanta rabia. Se coloca al lado del cuadro de Cristo crucificado. 
De repente, la conversación es completamente entendible, audible e interpretable… me siento culpable de lo que hice…no debes sentirte así, sabes que era necesario para poder estar juntas, además tú no lo amabas. Sí, no lo amaba, pero era un buen hombre. ¿Quieres que me marche entonces?  No, quiero que te quedes. Quiero que nunca te vayas más. Estamos fusionadas desde nuestro encuentro, hasta la planificación del delito, el sepelio… el olvido y la ausencia y mi moral desdichada por la culpa. 

Una extraña impresión tuvo el fantasma. Estaba interfecto. Estaba consumado a la eternidad. Ahora entendía su extraño estremecimiento ante la percepción de las cosas. Intentó una y mil veces vociferarle, estrangularla, pero no fue posible. Se sentía prisionero, engañado y terriblemente confundido. En un instante desapareció de la vista asesina de su esposa y en un espaciado segundo se eternizó en una palabra y se quedó impregnado de una perpetuidad donde nunca más volvió a descifrar las cosas, ni a entender momentos, ni a reír ni a llorar…el amor ahora era un cielo donde se pacificaba lo que sentía y donde navegaba en infinitud de actos y de narrativas donde podía por fin ser él mismo, sin pretender ser otro para conseguir un breve instante de placer perecedero. De ella ya nunca más tuvo recuerdo, se fue de sus sueños para siempre. Como un fantasma ella se perdió de su vista y de aquella traición no conservó ni un solo momento de desdicha.

 


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