La mala estrella

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Huelva 1937, un periodo complicado en la historia de España. Lo único bueno para esta ciudad es que, nada más estallar el movimiento, cayó del lado nacional. Al ser pequeña y estar más cerca de África no hubo combates para tomar la población y eso proporcionó a sus habitantes cierta seguridad. Hasta aquí abarca la palabra "bueno".
En este escenario nació nuestra protagonista. Al ser un momento tan convulso de nuestro pasado o quizá por eso los Dioses, enfadados, decidieron marcarla con la mala estrella.
Lo cierto es que, después de dejarla disfrutar de sus tres primeros años de vida como una niña normal, una noche se lo arrebataron todo.
Es lo que tienen los malditos Dioses, te dejan chupar el caramelo y luego te lo sustituyen por una cucharada de hiel.
Su padre acababa de volver de la guerra sano y salvo y la niña, tras un periodo de adaptación, había conseguido volver a reconocerlo como su progenitor.
De repente una noche, la mala estrella que la buscaba, la encontró.
Después de unos días de mucha fiebre, en los que su padre luchó desesperadamente porque algún médico hiciera algo por ella, cuando lo peor ya había pasado, la familia vio con desaliento que nuestra pequeña ya no podía caminar.
Con el tiempo recordaba con tristeza las historias que su madre le contaba de cuando era "normal". De cuando corría, bailaba, jugaba, sonreía...
Porque a partir de ese momento, todo se acabó para ella. Y algo se rompió en su interior. La tristeza la invadió para siempre y la minusvalía de su cuerpo se extendió hasta su alma.
Su pierna después de tratamientos, operaciones, aparatos, que intentaban dar vida a algo que ya estaba muerto, no se desarrolló y ella fue para siempre la niña desvalida que no podía jugar y necesitaba siempre la ayuda de los demás.
Creció y se convirtió en una guapa adolescente de cabello largo y ondulado, con unos preciosos ojos negros y una luminosa sonría, a pesar de todo.
Y a sus 17 años conoció al otro protagonista de esta historia.
Nuestro chico nació también en el mismo periodo convulso.
Creo, solo a veces, que, con determinadas personas se cumple el mito aquel de la media naranja. Que hay almas que están juntas, se separan para nacer en cuerpos diferentes y luego se buscan hasta encontrarse para unirse el resto de la eternidad. Eso les pasó a nuestros protagonistas, pero, además, compartieron desde siempre la mala estrella.
Si nuestro chico hubiera nacido en el S.XXI hubiéramos dicho que "pertenecía a una familia desestructurada con un padre maltratador".  Pero en los años 40 era un tipo de familia que no se salía de lo normal.
Por eso a nadie sorprendía que ese tipo, al que el diccionario define con la palabra padre pero que de eso solo tenía el epíteto, le rompiera a nuestro chaval un brazo en una de sus palizas.
Esta "feliz" infancia le convirtió en un minusválido emocional... ¿Veis la paradoja?.
Esas diferentes almas que, por diferentes motivos, nunca habían podido desarrollarse, que serían incapaces de llegar a ser adultas jamás. Que por egoísmo o desconocimiento no habían aprendido a querer se encontraron y, ¡oh misterios del cosmos!, aquí si se alinearon los planetas.
El día que se vieron por primera vez sus almas se reconocieron, para ellas, se había acabado la búsqueda. Se habían encontrado por fin.
Y surgió el amor. Un amor de esos que son para siempre. De esos en los que un amante ve a través de los ojos del otro. De esos en el que el mundo desaparece y solo están ellos dos bailando una danza eterna.
Dos bellos adolescentes que caminan juntos, ella cogida del brazo de el con su paso inestable y el, pendiente de que ni la más leve brisa la roce demasiado fuerte.
Y aquí los Dioses vuelven a jugar con nuestros protagonistas. Vuelven a darles la miel. La más dulce miel que las abejas pueden destilar.
Se casan con 23 años y se trasladan a vivir a Barcelona. Y en el año y poco que permanecieron en esta ciudad inicialmente, fueron tan inmensamente felices. Fue todo tan perfecto, que vivieron del recuerdo de ese período el resto de sus vidas.
Imaginaoslos, ella con una falda de vuelo con cancan por debajo de la rodilla, jersey de manga corta y una chaquetita. Con su lustroso pelo negro, largo hasta la cintura. Su piel perfecta y blanca con un rubor natural. Sus ojos negros, brillantes, llenos de vida y amor y su boca color carmín con una sonrisa perenne.
El, moreno, delgado y musculoso, con fuertes brazos y manos que la sujetan firmes y le dan seguridad. Con sus vaqueros y su camisa de eterno adolescente y esa mirada de halcón que busca retirarle los obstáculos para que no tropiece y a la vez vigilante para que nadie más la mire. Porque es suya, su más preciada posesión.
Pasean por la Barcelona de principios de los 60 y disfrutan de sus calles, de sus plazas en una rutina perfecta.
Y se acabó...  Ahí se acabó.
Habían conseguido eludir, engañar a la mala estrella durante un tiempo. Pero es imposible deshacerse de ella cuando se lleva dentro.
Nuestra chica, como es normal, quedo embarazada y volvieron las desgracias.
Los caminos perfectos se convirtieron en tortuosos senderos de pesadilla y así vivieron hasta que la muerte separó sus destinos.
Sus destinos que no sus almas porque creo que, al morir, nuestro chico se llevó la de nuestra niña con él.
Espero... ¡No!. Sé, que ahora vuelven a ser los adolescentes felices y enamorados que recorren el camino juntos para siempre.
Os quiero, mamá y papá.

Publicado por la Revista Almiar en su número 95, noviembre-diciembre 2017


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