Tinta para cadáveres. Parte 1 de 2

 Los dedos amarillentos por el denso humo de los puros Noire que tanto fumaba, saltaban de tecla en tecla en la vieja y desgastada máquina de escribir produciendo un repiqueteo mecánico mientras las letras empapaban de tinta negra la blanca hoja. Describían una crónica sobre el asesinato más famoso de todo el condado. Una lluviosa y fría mañana del tercer lunes de febrero, Doroty, la asistente del gobernador, descubrió gotas de sangre oscura en el vestíbulo de la mansión rojiza que ocupaba el alcalde durante su candidatura. La pobre muchacha, que aun hoy, tres días después, no se había recuperado del susto, avanzó por el blanco pasillo y mientras gritaba el nombre del gobernador. Se asomó al inmenso salón, también blanco, con su negro piano de cola. El cuál a esas horas debería estar sonando. Y de los labios saturados de carmín rojo de Doroty, salió un estridente grito, un chillido agudo como el canto de un águila. Su rostro se contrajo en una expresión de terror. Su cabello se erizó y sintió una fría punzada que le recorrió la espalda , al ver, como una isla en un mar de sangre, el cuerpo ya sin vida, del gobernador, su esposa y Cookye, el perro.