Hirviendo III

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Su casa no estaba muy retirada de donde se conocieron. De hecho se podía llegar con un pequeño paseo, que la leve brisa fresca veraniega invitaba a hacer. Él vivía solo, tras separarse de su mujer hacía menos de un año, pero tenía la vivienda en perfecto estado de revista, eso lo percibe una mujer pronto. Podría ser que lo hiciera él mismo o tal vez que tuviera contratada a alguna mujer, ¡qué más daba! No tuvo ninguna dificultad en localizar la habitación como si fuera la legítima propietaria y, sin soltarle la mano, tomando la iniciativa, lo dirigió hacia la enorme y acogedora cama.

No dejé de visualizar aquel hermoso trasero, aquellas curvas tan peligrosas, su espalda cubierta parcialmente por su cuidada melena rubia, de tinte, porque su vello púbico, escaso por depilación, era totalmente negro. Ella se tumbó de lado, mostrándome sus gratificantes pechos, de areolas prominentes tal como a mí me gustaban, cubriendo con su pierna izquierda su cueva para dar más morbo y, de ese modo, estimular aún más mi libido. Sin pensarlo me puse de rodillas a los pies de la cama, donde ella se encontraba, y le separé con caricias sus piernas. No opuso ninguna resistencia, dejando totalmente a mi disposición aquella hendidura rojiza de labios apetalados. Dirigí mi boca hacia ellos, los mordí suavemente y tiré con levedad hacia fuera como si quisiera abrir la puerta del mundo de los mil y un placeres, una puerta ya entreabierta. Pasé la lengua por toda su grieta hacia arriba y me recreé en su clítoris. Ella comenzó a gemir.


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