La última mujer real

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A Berta le faltaba poco para cumplir los 40 y ya sabía lo que eso significaba. Había estado trabajando desde hacía 28 años en la “casa de las muñecas reales”, que era el prostíbulo de mujeres reales más grande de la ciudad. Allí había conocido a muchas que entonces eran mayores que ella y que al cumplir los 40 habían desaparecido. Nadie hablaba de ello, pero todo el mundo sabía lo que sucedía, aunque el método era tan sofisticado que parecía que aquellas mujeres no habían existido nunca, ya que rápidamente eran substituidas por otras más jóvenes y nadie las echaba en falta ni preguntaba por ellas.

A ella apenas le quedaba un mes para tener el 4 delante y temía ser una más de aquellas desaparecidas, y lo peor de todo era que no sabía qué podría hacer para evitarlo.

Para ella el mundo siempre había sido así. Sí que había leído en los libros antiguos que las mujeres tenían parejas, hijos o ambas cosas a la vez, y que incluso llegaban a ancianas y tenían nietos. Pero en la realidad nunca había visto nada parecido. Sí que había conocido a muchos hombres viejos, es más, eran la mayoría de sus clientes, por lo que sabía lo que era un cuerpo anciano, pero nunca había visto como era el cuerpo de una mujer mayor, por lo que no creía que todo eso hubiera sido cierto.

Las mujeres como ella apenas iban a la escuela. Lo justo para aprender a leer, escribir y hacer cuatro cuentas para poder desenvolverse, además de algún cursillo para saber llevar una conversación agradable y vestirse con gracia. No necesitaban nada más. Para qué.

Las otras mujeres, las sintéticas, llevaban chips incorporados en los que se podían introducir idiomas, habilidades artísticas, carreras universitarias etc…, de manera que su propietario las podía reprogramar a su gusto. Para qué necesitaban ellas, las reales, larguísimos y costosísimos estudios si una sintética podía tener eso y mucho más en pocos segundos. Además, las sintéticas siempre estaban sanas, alegres y jóvenes.

Berta recordaba que un cliente le había explicado que en la antigüedad eran las mujeres las que tenían a los niños, pues por lo visto se les hinchaban las barrigas y al cabo de unos meses les salía un niño. Eso Berta nunca lo llegó a entender, pues no comprendía cómo se había llegado a meter un niño diminuto en la barriga de nadie. Tal vez en la comida pensó, y por eso siempre la removía bien del plato por si veía un niño en miniatura dentro. Pero aún entendía mucho menos cómo lograba salir, pues por lo visto crecía en la barriga, probablemente porque se comía la comida de la mujer, y

luego salía fuera. Berta llegó a la conclusión de que lo más seguro era que las operaban y les sacaban el niño. Pobres mujeres, pensó. Debía de ser terrible aquello. Y dedujo que esos niños que entraban en las barrigas de las mujeres posiblemente se habían escapado de la fábrica de úteros, que era donde nacían todos los niños que encargaban los hombres.

Aunque nunca se creyó aquellas historias, le divertían y fascinaban como si fueran leyendas de un pasado mágico.

Las mujeres como ella sólo eran una pequeña minoría y resultaban fácilmente reconocibles, puesto que no tenían la perfección y eterna juventud de las sintéticas. Entre ellas se conocían, pero no se atrevían mucho a relacionarse, ya que sabían que eso estaba muy mal visto.

Normalmente vivían en los apartamentos que había alrededor de los prostíbulos donde trabajaban, que sólo eran 2 en aquella ciudad. Por lo que apenas debían de llegar al centenar en una población de más de 4 millones de habitantes.

Por las calles se veían hombres de todas las edades y mujeres sintéticas que siempre tenían 25 años.

Las mujeres reales como Berta apenas salían a la calle, y cuando lo hacían siempre era acompañadas por algún hombre. Así pues, su núcleo de acción se reducía a pocas manzanas, en las que estaba su lugar de trabajo, su apartamento y las tiendas de aprovisionamientos y demás necesidades a las que acudían muy de vez en cuando.

También había un pequeño internado donde crecían mientras eran niñas hasta los 12 años, y allí les enseñaban las 4 cosas indispensables para poder sobrevivir, y luego eran enviadas a los prostíbulos, permaneciendo allí hasta los 40 años, que era cuando desaparecían como si nunca hubieran existido.

Por lo visto no las habían eliminado totalmente porque resultaban una atracción exótica para un porcentaje de hombres, que tenían como parafilia el tener relaciones sexuales con mujeres de carne y hueso como las que salían en los libros antiguos.

Uno de estos hombres era Yago. Tenía 3 sintéticas en casa y de vez en cuando las reprogramaba para que fueran artistas, bailarinas, cantantes..., incluso había hecho con ellas un grupo de strippers contorsionistas, pues le divertía mucho verlas desnudas adoptando posturas rarísimas, y hasta hacía que representaran roles de dominación y masoquismo.

A veces organizaba entre ellas combates de boxeo para ver quién ganaba, pero siempre acababan

empatadas, pues en realidad eran el mismo modelo de androide con pequeños cambios en su imagen exterior.

Y cuando se cansaba las volvía a reprogramar como criadas para que limpiaran la casa e hicieran la comida y cuidaran de su hijo Ángel.

De hecho, Ángel ya tenía 11 años, por lo que pronto lo tendría que iniciar con las sintéticas, de modo que pensó que habría que conseguir ya uno de esos chips de iniciación para preadolescentes.

Pero a veces se aburría de todo aquello y quería probar con alguna “real”, aunque estas eran tan torpes que le desesperaban. No sabían contorsionarse, todo les dolía y les daba miedo. Además, que muchas estaban ya celulíticas y barrigonas, pero resultaban graciosas y por eso siempre volvía a visitarlas.

A veces quería que hicieran combates de boxeo como las sintéticas y pagaba una fuerte suma al propietario del prostíbulo para que organizara una lucha, pero resultaban tan patéticas al lado de la agilidad y potencia de las sintéticas, a las que reprogramaba con chips de boxeador profesional, que se partía de risa. Y ver aquellos culos gordos arrastrarse por el suelo mientras chillaban y se tiraban del pelo era realmente desternillante para él...

Incluso había propuesto al propietario, Pablo, de montar alguna lucha de una sintética contra una real, pero este no había accedido “de momento”, puesto que sabía que uno de aquellos androides destrozaría a la mujer real en un segundo.

Aquel día Yago acudió de nuevo a la “casa de las muñecas reales”, pues hacía tiempo que no iba y tenía ganas de reírse un rato de aquellas imitaciones torpes y amorfas de una auténtica “mujer” sintética.

Se lo había comentado de pasada a su hijo Ángel, y cuando ya estaba reprogramando de nuevo a sus sintéticas para que hicieran de criadas, niñeras y cocineras para que cuidaran de su hijo mientras él se iba un rato a “divertirse” con las reales, Ángel le dijo:

Yo también quiero ir. Nunca he visto a mujeres reales.

 

 


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