La última mujer real II

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Ya iremos otro día que hoy me quiero divertir un rato. Tranquilo, ya te iniciarás con las sintéticas. Ya me dirás cuál de ellas te apetece más y le pondré el chip de iniciación.

Pero Ángel no era como Yago. No le apetecía nada hacer lo que veía que hacía su padre con aquellos androides, que un día limpiaban la casa, al otro eran bailarinas de striptease y al siguiente se convertían en karatekas que se daban patadas vistiendo un tanga diminuto.

 

Cuando se levantaba por la mañana no sabía qué papel tendrían la rubia, la negra o la pelirroja. Ni siquiera les habían puesto nombre y las llamaban por el color de su pelo. Aquellos tres androides le resultaban un tanto siniestros. Sentía que él estaba más cerca de cualquier forma de vida, por extraña que fuera, que de aquellos seres, que, aunque hablaban, no tenían una identidad definida y podían cambiar al antojo del chip que se les quisiera poner.

Ángel hacía tiempo que se hacía muchas preguntas y los libros no le daban ninguna respuesta.

Había leído en los libros antiguos que el mundo no había sido siempre así. No existían entonces los androides y en las ciudades vivían hombres y mujeres de todas las edades, y por lo visto tenían niños entre ellos.

Esto no lo acababa de entender muy bien, pues si entonces no tenían las fábricas de úteros, dónde metían a los niños, aunque parecía ser que se los ponían a las mujeres.

Como sabía que su padre trabajaba en la fábrica de úteros, le había pedido muchas veces que lo llevara allí, pero eso no parecía hacerle mucha gracia a Yago, a pesar de que le había prometido que un día lo llevaría.

Parecía que los libros se habían detenido en el tiempo, pues sólo se podían encontrar escritos literarios de antes del 2030, que narraban curiosas historias de ciencia ficción con “familias”, “hijos”, “mujeres reales”, “historias románticas” y todo tipo de extrañas invenciones que nada tenían que ver con la realidad. A partir de esa fecha sólo existían libros técnicos, estudios y ensayos de todo tipo, y en ninguno aparecían mujeres.

Tampoco se explicaba en la escuela si eso había sido cierto alguna vez o simplemente eran historias inventadas, aunque se suponía que era posible que en algún lugar hubiera sido verdad.

Pero lo que más fascinaba a Ángel es que existieran esas “mujeres reales”. ¿De dónde salían? Todo aquello no paraba de darle vueltas en la cabeza.

Era evidente que la raza humana sólo estaba formada por hombres y que se habían “inventado” eso de las mujeres androides como entretenimiento sexual y para utilizarlas como esclavas. Entonces, ¿de dónde salían esas “mujeres reales”? Probablemente eran hombres castrados y modificados genéticamente, pero en teoría no se podía experimentar con seres humanos, por lo que pensó que lo más probable era que tuvieran algún tipo de malformación genética.

Había hecho muchas preguntas en la escuela sobre esos libros antiguos, pero los profesores siempre le respondían que todo eso no eran más que mitos y leyendas, como las sirenas y los

centauros, y que la humanidad siempre había estado formada por hombres, y que se reproducían mediante úteros artificiales, que eran como pequeñas cajas donde ponían un diminuto niño dentro que iba creciendo hasta que ya no cabía y lo sacaban fuera.

Pero entonces de dónde salía ese niño, se preguntaba Ángel.

Lo cierto es que había una gran confusión general y no se sabía muy bien lo que había ocurrido en el pasado.

Incluso Berta no tenía muy claro a veces si ella era lo que llamaban una “mujer” o era un hombre castrado. Pero veía que ella era demasiado diferente a sus clientes como para ser simplemente un hombre al que le habían amputado sus atributos masculinos.

Cuando Yago llegó al prostíbulo preguntó a Pablo, el propietario, si estaba disponible la “gorda”.

            - La “gorda” ya no está, ya me entiendes…

- Ah, vale, estaba ya mayor, es cierto, pero me hacía mucha gracia cuando daba esos saltitos y se le movía toda la barriga como si fuera una ola – y se puso a reír-. Pues me apetece una veterana, que tengo ganas de ver celulitis, ¿quién te queda? Dijo Yago medio riendo.

- Está Berta – respondió Pablo -. Ya no le queda mucho, pues cumple 40 el mes que viene.

- Ah!, Berta – respondió con un gesto de desagrado, pues esa mujer tenía algo que le repelía y siempre estaba haciendo preguntas raras -.

- Si quieres tengo una jovencita muy agradable que acaba de llegar para substituir a la “gorda”. También está entradita en carnes como a ti te gustan.

- No, no, dame a Berta, que hay que aprovecharla antes de que desaparezca – le respondió Yago con gesto indiferente -.

A Berta Yago le producía auténtica repulsión. Aquella cara llena de granos y espinillas que cada vez eran más grandes, y aquella boca ladeada en la que siempre se le acumulaba un resto de baba seca y blancuzca en cada comisura, le provocaban arcadas. Pero no se podía negar, y menos entonces que se acercaba a los 40, pues aún albergaba alguna esperanza de que a ella no le pasaría lo de desaparecer como le había ocurrido hacía dos semanas a la “gorda”, ya que ella no era tan protestona y descarada y tal vez se lo perdonarían, creyó.

Cuando subieron a la habitación lo miró discretamente para ver si alguna de aquellas espinillas había desaparecido, pero no, seguían allí y más grandes aún. No comprendía como aquel hombre podía mirarse al espejo cada día y ver esas cosas sin tener el impulso de reventarlas.

Casi que prefería tener que hacer algún número raro antes de tener que acercarse a aquella cara, pero intentó ser lo más amable posible, pues sabía que ese hombre era uno de los principales clientes del prostíbulo, y un amigo personal de muchos años del propietario.

Yago se la miró con atención por primera vez. Era una mujer aún atractiva pensó, y no aparentaba la edad que tenía, y se quedó pensativo.

Coge el abrigo que nos vamos a ir – le dijo Yago en tono autoritario -. ¿Adónde? – dijo Berta temerosa, puesto que siempre atendía a los clientes en el prostíbulo -. Tú cógelo y sígueme.

Mientras bajaban por la escalera Yago le dijo a Pablo que se llevaba a Berta un rato a su casa y que la traería más tarde de vuelta.

¿Cómo? ¿Te la llevas a tu casa? – dijo Pablo extrañado, puesto que no dejaba nunca que sus mujeres salieran de allí con los clientes -. Venga Pablo, es sólo un momento. Quiero que mi hijo conozca a una mujer real en persona pues no para de pedírmelo.

 

 

 


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