Sumisa

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Ella, reina de todas las Amas, castigadora de tantos hombres importantes, convirtiéndolos en seres insignificantes. Dómina de personas influyentes que caían bajo sus pies, mejor dicho sus botas de tacón de aguja. Se deleitaba con los castigos que les impartía a sus sumisos. Este en concreto era uno de los que más aguante tenían y eso la calentaba de sobremanera. Se masturbaba justo antes de que él llegara, debía hacerlo porque solo pensar en como lo sometía la humedecía de tal manera que a veces tenía que cambiar su ropa interior.

Ese perro sabía perfectamente que su pene la podría hacer perder los papeles, que casi había ocurrido en alguna ocasión. Era un sumiso que jugaba un papel dominante entre comillas, porque ella podía hacer lo que quisiera con él y aguantaba hasta que ella empezaba a jadear excitada. Entonces decía la palabra de seguridad, y todo paraba.

Aquel día él llamó a última hora sin darle tiempo sino a arreglarse, no tuvo tiempo de desahogarse. Iba a ser dura aquella sesión.

El timbre tocó sólo una vez, sin prisa, pero con una ansiedad oculta ella se acercó a abrir la puerta.

Allí estaba con su traje, impecable, bien afeitado y oliendo a seducción. Le invitó a pasar, él entro y se dirigió directamente al salón. La costumbre de otras veces le hizo actuar como siempre. Nunca había contacto, ni dos besos ni la mano, nada de nada. El único contacto que existía entre ellos era a través de una fusta, látigo o cualquier utensilio que ella usara para castigarlo.

La Dómina le entregó su kit de higiene y le hizo pasar al baño. Le preguntó si le apetecía tomar lo de siempre, un whisky solo con agua. Él asintió y entró en el baño cerrando la puerta tras de sí.

Salió ya con la mirada gacha. Ella le ordenó ir a la sala roja con una voz aterciopelada pero tajante. Obedeció sin rechistar. Aquella habitación forrada de cuero rojo olía a placer, a sexo, a todo lo que uno pudiera desear y estuviera en una imaginación libre. Todo el material colocado perfectamente en estanterías o colgadores sobre ese cuero rojo te llevaba a las más infames fantasías.

Ella se dirigió a una de aquellas paredes acolchadas para escoger su instrumento de tortura. Hoy se sentía más caliente que nunca, su entrepierna estaba ya mojada, en breve comenzaría a chorrear su jugo hasta llegar al hueco de sus botas, traspasando su prenda interior de encaje. Agradeció que fuera de color negro, sino se notaría la humedad.

Escogió una fusta, iba a montar a aquel semental e iba a darle bien duro por lo perra que le hacía ponerse. No podía soportar no tocarle y ponerse así, tan caliente.

En ningún momento él sumiso alzó la mirada, esperaba impaciente que ella comenzara, tenía ganas de sentirla, sabía de sobra que él dominaba aquella situación. Ella se iba a descontrolar hoy, porque él se lo había propuesto y él siempre conseguía todo lo que se proponía. Tan solo el cruzar de ese pensamiento le produjo una erección.

Comenzó a atizarle con la fusta, empezando duro, sin miramientos. El primer golpe le hizo estremecerse de placer dolor, pero quería más, quería arrastrarla hasta el límite. Zass, zass, volvía a pegar con fuerza. La cara de ella era de esfuerzo y placer, sus ojos brillaban llenos de excitación. No podía parar de mirar el bulto enorme de su calzoncillo, latía en cada golpe, crecía y crecía. Ese pene iba a reventar dentro de la ropa interior. Pero a cada golpe ella esperaba su palabra de seguridad y no la oía. Estaba dando los golpes más secos y fuertes, el sudor le corría por el canalillo llegando hasta su ombligo. Con la mano libre comenzó a acariciarse el pecho mojado a modo de retirar el sudor pero en realidad sentía un calor impropio del esfuerzo. Rozó su pezón que estaba duro cual punta de lápiz. Lo pellizcó para sentirlo más y le llegó un espasmo desde el interior de su vagina, un ardor bestial.

No podía parar de golpearle pero a la vez deseaba poder tocarle y lamerle y saborearle. Espaciaba los golpes sin éxito, no pronunciaba la palabra…estaba desesperándose.

Aguantaba los asaltos uno tras otro ya casi exhausto y deseando decirle que parara, que se arrodillara y que le chupara y lamiera su miembro tieso. Deseaba dominarla, sabía que ella accedería. Su pene duro como un bate segregaba líquido seminal de la excitación que tenía. Pero quería llevarla hasta perder el control. Cosa que estaba casi a punto de pasar.

Él alzó la mirada buscando la de ella y de su boca salió por fin aquella palabra mágica. El contacto visual fue fugaz, entonces ella paró jadeando. Ambos se sentían agotados y excitados, ninguno había culminado pero el esfuerzo de aguantar hasta el límite los tenía exhaustos.

Parecía que todo había acabado, pero entonces él se puso en pie y tiró del brazo de ella, obligándola a arrodillarse en el suelo, cosa que ella hizo obediente. Sacó su pene del encierro de la tela mojada y se lo introdujo en la boca a la fuerza. No le importaba si le mordía o le hacía daño, él quería sentir esa boca preciosa.

No podía creerlo, él la estaba obligando a chupársela y estaba obedeciendo sin rechistar, comenzó con toda la boca llena pero empezó a sacarla y meterla del orificio jugando con la lengua. Sabía a pasión, a vicio, a todo lo que ella llevaba anhelando desde que tuvo su primera sesión con él. Quería ser obediente y tragarse todo el semen que él pudiera producir en la corrida, lo deseaba y cada vez apretaba más los labios y la lengua contra su polla. Excitada se tocaba mientras seguía comiéndosela. Su botón del amor parecía explotar. Sus dedos mojados por su flujo entraban y salían rozando el clítoris y haciéndola sentir muy zorra.

Saco su pene de pronto dejándola expectante, le indicó que no se moviera, él se puso detrás de ella y la ordenó que se agachara y se quedara en postura de perro. Le apartó la lencería y sin miramientos le introdujo el pene en su culo.

De su boca, no salió leche, salió un grito de dolor. En ese momento le vino la corrida y mojó sus piernas. Nunca pensó que forzarla de aquella manera pudiera producirle ese placer. La empujaba con embestidas cada vez más fuertes, el miembro de él pasaba sin problemas por ese dilatado orificio que no le ponía ninguna barrera. Estaba gozando cuando de pronto sintió un fuerte empujón que la tumbó contra el suelo. Esas sacudidas solo podían significar el final de él.

Allí tumbada le provocaba seguir para llegar a correrse dentro de ella pero la sacó y salpicó sus nalgas y su orificio abierto con un abundante y espeso semen, dejándola sucia.

Él se levantó y se fue al baño dejándola allí tirada en el suelo exhausta. Pasó un rato sin oírse nada, había quedado tumbada respirando todavía alterada reflexionando en lo que acababa de pasar. Cerró los ojos un instante esperando oír la puerta y a su mente le vino la palabra SUMISA.

 


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