LA CULPA

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El habitáculo confesional estaba situado a la derecha del altar, en uno de los pasillos laterales que te conducían a los bancos de la nave central de la Iglesia. Tras un retablo barroco, esculpido en madera de haya y de impecable ejecución. La escena que capturó el antiguo ensamblador, representaba una de las paradas de la pasión en el vía crucis. Talla esta, que conseguía adoctrinar a la vez que motivar en la fe cristiana, a los descarriados feligreses de llegaban cargados de pecados a la ornamental y pictórica casa del señor.

 
 María se encaminó hacia el confesionario como le había recomendado el párroco, pasando a través del crucero, espacio que divide la nave central y el altar. Un lugar casi espiritual, en un limbo, o así le debió parecer al cura, cuando vio a María cruzarlo con el ventanal a su espalda.


 Vestida de blanco impoluto, con haces de luz que parecían salir de ella como un aura blanca y pura, con su rostro difuminado en la penumbra por el efecto de contraluz; parecía una virgen levitando, en vez de la novia al caminar.


 Ese éxtasis de ensoñación provocó en el párroco recuerdos de su niñez y juventud. Aquellas eternas tardes en casa de sus padres, consolado por su madre; la única que compartió sus primeros secretos, sus miedos y alegrías. Eternas charlas en su cama, donde el joven confesaba sus dudas e inquietudes propias de su edad.
 —mamá.
 —Dime Miguel.
 —¿Es posible? ¿Se puede amar con tanta fuerza que te duela? Vivo en un mar de dudas. Me da vergüenza el sólo hecho de confesar que siento, esto que ni sé cómo llamarlo. Y Miguel contó a su madre de cómo se sentía cuando esa persona se encontraba cerca de él. El anhelo de un simple roce de su camisa al pasar, una mirada fugaz, oír su voz aterciopelándose por el cauce de sus tímpanos. No sabía que aquel fue su primer Amor.

 
 Pero por suerte tenía a su madre, que además de consolar aquellas lágrimas de amarga y apasionada niñez, tenía la suficiente sensibilidad como para sacar a su hijo, de aquel antro de lujuria y perversión, y apuntarlo en una congregación, donde adoctrinarían con destreza y mano dura la educación de su hijo, y sacarían de su cuerpo aquella enfermedad, dejando limpia y purificada su alma.


 Al comienzo, no supo si aquello que le estaba pasando: era un premio o un castigo por sus pensamientos impuros. 

En la hermandad, Miguel encontró la alegría de vivir, que buena falta le hacía. Descubrió otra forma de interpretar las señales, desconocidas para él hasta entonces: ¿"La llamada”? ¿Su vocación?

De cualquier forma, supo encontrar algo de paz entre aquellos chavales que casualmente tenían sus mismas dudas.


 La archidiócesis, había encargado a un joven y recién ascendido sacerdote, el padre Alberto, la ingesta y hermosa tarea de instruir a aquellos jóvenes en la doctrina. El padre Alberto trajo consigo nuevas fórmulas de inducción a la fe, a través de la música, la fraternidad y la convivencia con sus pupilos, siendo uno más. Compartiendo vivencias y experiencias que aportaban seguridad y confianza en sus jóvenes aprendices.


 Solía hablarles de los tres votos sacerdotales para alcanzar la plenitud espiritual; pobreza, castidad y obediencia. Y en su afán de actualizar la doctrina y darle un nuevo aire más acorde con los tiempos, les hablaba de un cuarto voto, un consenso a mano alzada donde todos pudieran expresarse con total libertad y decidir por mayoría.
 Excursiones campestres para no perder el contacto con la naturaleza, a menudo se reunían junto a la hoguera con una guitarra y muchas ganas de reír.

 Miguel estaba como en un sueño, tenía todo lo que podía desear, a pesar de sus deseos, que reprimía en la soledad de su cubil. No se podía permitir estropear aquello que le rodeaba, por saciar unos instintos del todo impuros. Y flagelaba su espalda con un pequeño cinturón de piel, que conservaba desde su ingreso.

 
 El padre Alberto, a menudo se rodeaba de sus jóvenes, como a él le gustaba llamarlos, e incluso impartía charlas grupales en su propia casa. Un pisito alquilado por la diócesis, modesto, pero con todo lo necesario para una estancia digna. Charlas que duraban hasta altas horas de la madrugada, donde compartían pizzas y experiencias a partes iguales. Todos aportaban algo a la convivencia, y Miguel con su crónica timidez, casi siempre acababa fregando los platos de sus compañeros, y no creáis, lo hacía con sumo gusto.

 Una noche casi todos dormían en el saloncito, mientras Miguel, en la cocina terminaba de fregar los últimos platos. Como si de un sapoconcho se tratase, apareció con paso de tortuga, lento y sigiloso el padre Alberto. Sin prisa.

—Miguel, nunca te he dado las gracias por tu generosidad durante estas últimas veladas, ocupándote de que todo estuviese limpio y en su sitio. 
 —No es necesario, todos aportamos en la convivencia. Pero gracias de todas formas.
—Pero deja que te ayude, y acabaremos antes.
 Y casi sin darse cuenta Miguel, tenía sus manos húmedas rozando las del padre Alberto, entre vergüenza y espuma. 
 Rozó deliberadamente sus manos el padre Alberto, con las de Miguel como una leve caricia bajo el agua y le espetó:
 —Tienes unas manos muy suaves, si cierro los ojos diría de casi femeninas. Listas para tocar un delicado instrumento. 
 Se las acariciaba delicadamente jugando entre sus dedos sonriendo y susurrando frases que estimulasen su libido. 
 Miguel inmóvil e inocente, no sabía cómo reaccionar ante aquellos halagos, y cerró los ojos como defensa de lo desconocido. Y sintió que algo se metía por su pantalón mientras le habría la bragueta. 
 Tras una súbita erección abrió los ojos y vio al padre Alberto agachado frente a él con su pene hundido en la boca.
 Fueron unos segundos, tras eyacular tuvo miedo de haber hecho algo mal, y se hecho hacía atrás tapando sus vergüenzas ante lo que acababa de vivir. 
 El padre Alberto le sonrió con una cándida mirada, quitando importancia a lo sucedido. Pero Miguel no sabía cómo reaccionar y sus ojos se llenaron de lágrimas que resbalaban por sus mejillas, mientras pedía perdón por lo que había hecho.
 Aquello continuó durante varios años. Miguel jamás admitió aquellas violaciones y vejaciones a las que le obligó el "querido" padre Alberto. Vivió avergonzado creyendo ser el culpable de incitar sexualmente a aquel hombre. Sigue flagelándose cada noche desde entonces, sólo en su cubil.


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