MIRANDA LIBRE Parte 1

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 Se despedía de Miranda, su mujer, y de sus dos hijos desde el recibidor, con un beso y una sonrisa. 

Sebastián cruzaba la puerta y salía al pasillo comunitario sabiendo que sus pequeños lo seguían con mirada burlona e inocente, intrigados, a la espera de una nueva ocurrencia de su padre, conteniendo a duras penas las ganas de reír. 
De pronto, desaparecía tras el marco sin más, después hacía sonar sus pasos, pero sin moverse del sitio, resonando en el suelo del pasillo. 

Mientras tanto, dentro de casa y abrazados a las faldas de su madre, los pequeños comenzaban a darse por vencidos y miraban a su madre como esperando una respuesta, y ella los miraba con ojos de asombro, para darles emoción. 
Sebastián dejaba pasar un instante, y aparecía súbitamente de un salto frente a la entrada, asustando a los dos pequeños y sacándoles las carcajadas que tanto les costó sujetar. Incluso Miranda, su mujer sonreía con aquellas ocurrencias y el cariño que Sebastián tenía con sus hijos. 

Ahora sí, se despedía de sus niños lanzándoles besos a puñados, y mirando a su mujer, a través de una media sonrisa, deleitándose con ella, levantaba muy despacio la mirada a sus ojos negros y hacerla estremecer, hasta que ella, casi ruborizada le gritaba:
—Anda y vete ya, que al final llegarás tarde.
Y ella se quedaba con los pequeños, y los atosigaba para que acabaran de desayunar y se fueran al colegio. 

Miranda, la compañera de Sebastián era toda una mujer, madura y de raza; sensata y orgullosa madre, que daba su vida por los dos retoños que compartía con su esposo, su gran amor y compañero.
A los ojos de Sebastián, seguía siendo muy hermosa, a pesar de haber pasado más de media vida trabajando muy duro. 
Aún así, Miranda nunca mostraba su cuerpo en público, tan siquiera en la playa, jamás en público y no por Sebastián; Él nunca la obligó a taparse, no era un hombre celoso, además de amarla, sentía un profundo respeto por Miranda, sabía de su pasado y confiaba ciegamente en ella. Sólo en la intimidad de su casa, junto a sus hijos y su marido, Miranda, sé desinhibía, y se colocaba cualquier cosa por encima, sin importarle demasiado si mostraba su cuerpo. 
Pero, si tenía que salir a la calle, por pura e indispensable necesidad, que eran las menos, cubría su piel casi por completo, con anchos y oscuros vestidos que tapasen todo su cuerpo de una humillante e injusta vergüenza, ropas que no delatasen su doloroso pasado, y escondiesen las cicatrices que le recordaban quien fue y el infierno de donde procedía. 
Miranda tuvo un pasado, un terrible pasado, del que intentó desprenderse todos estos años, y sobrevivir a aquello la hizo más fuerte, más valiente y en definitiva, forjó a la mujer que reflejaba el espejo, luchadora incansable y dueña de su destino. Su dura y cruda niñez allá en Guinea, marcó las directrices de la mujer en la que se iba a convertir. Además, allí conoció a su príncipe púrpura, Sebastián, y ese era motivo suficiente para repetir su vida mil veces más.
Le reconfortaba recordar cómo conoció a Sebastián, allí en Guinea. Muchos años pasaron, pero entre ellos nada había cambiado. 
Ella lo conoció siendo una niña, trabajando de interina en casa de unos señores, al menos desde que tubo conciencia, si a convivir en aquella casa trabajando día y noche sin sueldo se le puede llamar trabajar. Aquello que Miranda experimentó en su infancia tuvo más de cruel esclavitud que de una experiencia laboral. Esa fue la forma que descubrió su padre de quitarse una boca más que alimentar, y sacar partido a tanta hembra sin provecho.
Su padre nunca las quiso, a ninguna de sus hijas, las odiaba desde su nacimiento, y a ella la repudió antes, por ser la primera de cuatro castigos divinos. 
El parto de la pequeña Miranda, fue cuando menos singular, se produjo en una choza y siguiendo las tradiciones del pueblo Fang, para que el nacimiento tuviese la aprobación de los Espíritus y viniese un deseado varón. 
Uno de aquellos ritos, consistía en entregar a la parturienta un hueso largo de sus antepasados, para que la fertilidad del ancestro, contenida en aquel trozo de esqueleto obrara el milagro, y los espíritus tuviesen a bien conceder un varón. 
Así lo hizo su padre, paso por paso. Pero algo debió hacer mal, no él, si no la madre de Miranda, algo tuvo que saltarse del rito Fang, porque por mucho empeño que puso la pobre parturienta en traer un varón, no vino sino una preciosa bolita púrpura, que ya apuntaba maneras. 
Tuvo su padre tal enfado, que la pequeña, no tuvo nombre Al menos en dos semanas.
Fue su madre la que decidió llamar a su hija Miranda, por su significado: Digna de ser admirada, muy a pesar de su padre, le fue como anillo al dedo. 
Contó los días su padre, hasta que alguien diese algo por ella, no vio en su hija otra razón de existir que venderla al primero que pujase por ella.
Así acabó Miranda en aquella familia de apoderados, siendo aún una niña. 

La entregó su padre,...Quiero decir: la vendió su padre a los "amos", siendo Miranda niña de apenas 12 años.
Como si de un mueble usado se tratase, su padre, la dejó frente a la puerta de servicios de la casa de los amos, por la que se accedía si llegabas para servir. 
Tocó su padre la puerta con los nudillos, se quitó la gorra gris con la que siempre cubría su galopante alopecia, y sujetando a su hija de los hombros, esperó cabizbajo y en silencio a que abrieran. 
Miranda, trató de preguntar a su padre el motivo por el que estaban allí, pero su padre la calló con un sonoro siseo mientras la recriminaba con mirada inquisitoria. 
—¡Cállate! Gritó su padre entre dientes. 
Al poco, oyó que chirriaba la oxidada bisagra de la puerta y apareció una mujer de negro. Con semblante gris pálido, sin ocultar un tedioso hastío ante aquella situación. Con las manos ocultas bajo su chal de lana gruesa.
Miró a la niña con desprecio y sacó su fría y blanquecina mano de las ropas, sujetó a la pequeña del mentón, mientras le abría el labio inferior con el pulgar para ver el estado de sus dientes, pues así eran los tratos de ganado. 
—No dijiste que fuera tan secucha, no es más que un sucio y harapiento saco de huesos. Le espetó a su padre, aquella mujer mientras la inspeccionaba como si de una bestia se tratara.
—No tema señora, (balbuceaba lastimosamente su padre con la mirada en el suelo), desde siempre ha sido muy escuchimizada, pero si es una hembra fuerte, se lo aseguro. Así era su madre, delgada y esmirriada, pero única para laborar, hasta que la seca reventó tras su último parto; maldita la hora que la preñé, pero, le aseguro que la niña hará todo lo que los amos digan, sino, me avisan y la mato yo mismo. 


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