LA AMISTAD QUE NUNCA EXISTIÓ

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Hacía unos cuántos años que Roberto que era un sujeto de mediana edad; de profesión abogado mertcantil. había entablado  una cierta amistad con Pedro González que era un economista de una importante empresa norteamericana.

Tanto era así que ellos habían hecho un viaje turístico juntos en compañía de sus respectivas mujeres a París.

Sin embargo a pesar de que los dos amigos en principio tenían bastantes afinidades en común, por lo que parecía que se llevaban bastante bien, cuando Roberto quería dialogar con él acerca de algunos temas sociales, o mundanos; o sobre sus inquietudes tanto profesionales como personales, notaba para su asombro que Pedro se desentendía de lo que se le decía; se diría que él vivía ajeno a lo que acontecía a su alrededor y desviaba la conversación sin ninguna consideración hacia lo único que le interesaba que siempre estaba en relación con su pequeño ámbito personal por anodino que fuese. O a veces también cuando Roberto le venía espontáneamente con alguna noticia singular y le daba su opinión respecto a la misma por muy acertada que fuera, Pedro se limitaba a hacerle una risita disciplente, como si el abogado hubiese dicho una bobada; algo carente de sentido y no le daba ninguna respuesta.

A decir verdad Pedro, el brillante economista, no se mostraba nada accesible y no suscitaba confianza alguna en casi nadie.

Por esta razón Roberto de un modo gradual cuando se encontraba frente a Pedro empezó a sentir una vaga incomodidad que no acertaba a descifrar. Tenía la sensación  que Pedro le tenía por un tonto, o un pobre diablo que estaba fuera de la concepción elitista que podía tener de sí mismo. En consecuencia la franqueza de trato inicial que podía haber entre los dos se empezó a resquebrajar.

Aquella altiva y distante actitud de Pedro hacia los demás al extrovertido Roberto le costaba mucho de asimilar. Él confiaba en una connivencia con las personas en base a poder compartir con ellas una semejante manera de pensar y de sentir; o unas aficiones, pero curiosamente  una voz interior le advertía que para mucha gente esta positiva sustancia anímica no significaba nada.

Lo que Roberto ignoraba era que su amigo el economista solía compararse continuamente con su prójimo, enfatizaba los errores que éste pudiera tener con el propósito de engordar a su vanidad, y eso mismo sucedía con Roberto. En el fondo a Pedro le molestaba que su colega pudiera ser más agudo que él en sus puntos de vista existenciales, y por eso lo miraba por encima del hombro, para que no se sintiera superior de su persona.

Un sábado por la tarde en que Pedro y algunos superfiales amigos de entre los que se encontraba Roberto fueron a una cocketelría que estaba en la zona alta de Barcelona a tomar unos combinados, uno de ellos que parecía ser el más vitalista en medio de la conversación confió:

- ¿Sabéis qué? Me he enamorado de una mujer negra, que está trabajando de enfermera en el Clínico. Se llama Ana y tiene unos ojos preciosos. La conocí cuando fui allí a visitar a mi hermano que lo habían operado de urgencia de apendicitis.

-¡Ah...! Felicidades hombre - le dijeron sus compinches.

Pero Pedro haciendo una mueca con los labios expresó con desdén:

-A mi no me gustan las mujeres negras. Además eso de la solidaridad con otras gentes de diferente color es una farsa populista

- Hombre, no seas tan egoísta - le respondió con disgusto el hombre enamorado.

- No lo digo por ti Ramón. Pero mira, todos somos egoístas. Una cosa es lo que se dice y otra la que se hace. En realidad todo el mundo va a la suya - lle dijo Pedro.

Entonces Roberto comprendió el fondo de la cuestión acerca de su supuesto amigo.

El origen del racismo tenía un principio mitológico surgido de la Biblia. Según este relato Noé tuvo tres hijos. Sem, Cam y Jaset. De Sem descenderían los judios y los árabes; de Cam los negros. Y sobre los camitas pesa una maldición porque se dice que ellos violaron a su padre Noé cuando estaba ebrio del vino que él producía. Y por ello sus descendientes tendrían la piel negra. Es decir que serían una raza de tercera categoría.

Naturalmente que Pedro no sabía aquella fábula, ni creía en las demás historias de la Biblia. Él era un hombre del siglo XX con una mentalidad científica, sin embargo el halo mítico y por tanto egocéntrico emanado de las religiones que sacralizaba a unas razas a costa de las otras sí que coleaba en su estado de ánimo hasta el punto que le hacía despreciar a quienes no formaban parte de su círculo elitista en el que prdominaba su superyo.

Al cabo de unos días de aquella reunión Roberto cayó enfermo de una neumonía, y aún tuvo la ingénua esperanza de que su su viejo amigo Pedro le llamaría para interesarse por su salud. Mas se equivocó completamente porque éste no dio en el transcurso de la enfermedad ninguna señal de vida.

Lo cierto era que a pesar de que Pedro era un hombre de cuarenta y cinco años, emocionalmente seguía siendo un egoísta adolescente de quince años con el que apenas se podía contar. Si él era incapaz de interesarse realmente por nadie, aquella postura no dejaba de ser un reflejo de su educación familiar la cual jamás le había preguntado el por qué de nada, ni el "qué te pasa".

Pero para Roberto esto no justificaba gran cosa. Porque teniendo en cuenta la inteligencia de Pedro, éste debería de haber reflexionado más y esforzarse en tener más empatía con sus semejantes.

Y Roberto muy a su pesar, al igual que muchos, dejó de comunicarse con aquel economista llamado Pedro.

 

 


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