Cara o cruz (2)

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Los siguientes días fueron muy confusos. Presentaba, según valoración mía, un desorden mental severo; realizaba vagos esfuerzos por encontrarme a mí mismo, pero no obtenía una clara respuesta. No podía volver a mi anterior vida y la nueva que había descubierto me producía sensaciones muy placenteras, no sólo por el sexo, que también; sino especialmente por sentirme querido, acompañado, aunque sólo fuera por un vaso de alcohol; pero en el fondo, también tenía miedo. Detectaba el oscuro presentimiento de que si continuaba por ese camino podía desechar  todo lo que poseía; mis estudios, mi familia, mis amistades y como no, mi chica; el sueño roto y la razón de mi desahogo emocional.

Ella intentaba contactar conmigo pero yo la ignoraba continuamente; pensé que no era el momento para verla y por ello preferí mantenerme distanciado. He de decir, que tampoco razonaba lógicamente; más bien, me guiaba inconscientemente por frenéticos impulsos. Las ganas por borrar el pasado me superaban y al final siempre caía en el juego de la noche. Frecuentaba el mismo club para reunirme con las mujeres y pasar un rato agradable, aunque nunca más volví a acostarme con ellas por falta de presupuesto.

Diez días después de emprender la huida, me di cuenta de lo absurdo de mi comportamiento. Pero no era fácil reaccionar. Tenía la sensación de estar atascado en un túnel sin saber sí salir hacia adelante o hacia atrás. Y así estuve los últimos interminables diez días: por las mañanas me despertaba tarde, no hacía nada, me encerraba en casa esperando que cayera la noche para dejar escapar toda la frustración que contenía en el alma.

Cada vez más angustiado por la tenebrosidad de la situación, volví por última vez al club, en donde me había convertido en un cliente habitual e incluso recibía la amable invitación de copas por parte de los camareros. Pero esa fría noche de diciembre, no parecía desarrollarse como las demás. No parecía que quien había entrado por esa puerta era el nuevo yo que llevaba las últimas diez noches frecuentando ese club, creo que más bien, era el yo de siempre. Las mujeres se acercaron para ofrecerme compañía, también el hombre de la boina para venderme una bolsa de "azules". Me fijé en la piel arrugada y los ojos decaídos de ese todavía joven hombre, y pensé que quizás esas pastillas que provocaban tanta excitación, le estaba destrozando la vida. Irritado, me levante del sofá y arrojé el vaso contra la pared; no tardaron en aparecer los robustos hombres de seguridad para cogerme de la pechera y tirarme a la calle como a un despojo.

En la acera medio tumbado, observando atónito cómo las gotas que caían del cielo chocaban contra mi débil y maltrecho cuerpo; era una fiel representación de una película melodramática en la que yo era el triste protagonista. Me preguntaba cómo podía haber acabado así.

Mi estado mental y físico se hallaba totalmente desgastado; no pronuncie palabra, me levanté del suelo como pude y decidí regresar a casa. Y allí, esperando en mi portal, se encontraba mi chica. Su rostro pálido denotaba preocupación. Yo me quede quieto, estaba tan avergonzado que pretendí esconder toda la humillación que sentía agachando la cabeza. Pero ella se apresuró para acercarse a mí; me miró fijamente a los ojos, deslizó sus finos dedos por mis párpados para secarme las lágrimas, descendió suavemente hasta la barbilla para alzar mi cabeza y, arrimando su frente contra la mía, me dijo que tenía que ser fuerte porque para ella nuestra amistad no tenía visos de caducidad y resaltaba este aspecto por encima de cualquier otro. Nos fundimos en un emotivo abrazo, parecía que no se iba a acabar nunca. Ella se comprometió a ayudarme y me pidió que le jurase no volver a embriagarme de tanta locura. Resople y asentí con la cabeza.

A raíz de aquel triste episodio, supe que por mucho que tropezara con los obstáculos que pudiera encontrar en mi vida, tenía a mi lado a alguien que cuidará de mis heridas.


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