Cuando el setido de la realidad falla (II)

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Una brisa fría de una tarde otoñal auguraba un resguardo al calor de la estufa. El paisaje de la ventana regalaba  a sus ojos el tornasolado color del atardecer, donde entre el naranja intenso y el amarillo de esas pocas hojas del árbol  se camuflaba el sol que abrazaba vida en todos los rincones de la casa. 

Como en los grandes momentos de la vida, algunas nubes grises se precipitaban a mostrarse y oscurecer lo que Sonia apreciaba. Rápidamente con su cuerpo cansado, se levantó de su cómodo sillón moldeado por su pesado cuerpo entrado en años.  Con sus manos ásperas hinchadas y cuarteadas por el frío salió fuera de su casa a cortar esos troncos gruesos y pesados.  Para ella era un momento necesario si quería mantener el calor de su casa, de sus perros, de su gato. El hacha pesaba, el tronco pesaba, la vida costaba. De a poco fue llevándolos sabiendo que era la última vez que saldría al frío, su cuerpo pesado también lo sabía y eso la esperanzaba. Sus  pasos eran lentos pero seguros, el calzado cómodo. Tiró un par de leños dentro de la estufa con la gratitud del trabajo cumplido. Se sentó, deslumbrada una vez más por lo que le regalaba la vida. Se detuvo un momento en la imagen, contemplando la paz solitaria y silenciosa de su vida. Miraba como esa hoja marchita, pesada y débil, se abrazaba a los últimos rayos del sol y que la brisa jugaba a desprenderla de la vida, para posarla sobre la tierra.


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