Escultura Perfecta II

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Pero fue cuando se fueron a bailar cuando Bárbara sintió fuegos artificiales. Cierto es que a ella, siempre se le ganaba con buena música y una buena sesión de baile. Y allí pudo sentir que todo fluía. Eren cómplices de sus miradas, roces, pasos, risas y comentarios. Bailaron, bailaron hasta que los pies quisieron. Y como si de una sola mente se tratara, decidieron partir. De camino al punto de despedida, él aprovechó que ella se ponía su chaqueta para ser él, quien se la pusiera y así, poder besar aquellos labios que llevaban toda la noche pidiéndole, en silencio, que los besara. Sin pensarlo dos segundos, le sujetó suavemente su cara, la miró a sus ojos verdes y la besó. Un beso entremezclado con ternura y pasión deseosa de salir a bailar también. Un beso que se prolongó, acompañado de caricias, hasta que un saludo lejano les despertó. Él correspondió al saludo, mientras ella notaba el fichaje ajeno. Caminaron hacia lo que iba a ser su despedida.

Pasaron dos horas desde que habían llegado al destino pero ninguno de los dos quería que acabase ahí. Hablaban y hablaban huyendo de la despedida. Él se armó de valor y le pidió que pasara la noche con él. Se sentían, se querían, se admiraban y todo lo que deseaban era pasar más tiempo juntos.

Extrañamente los preámbulos no acompañaron al fin de fiesta. No importaba. No importaba en absoluto pues la noche, las horas compartidas y él, sobretodo él, hacían que hubiera sido un encuentro excelente.

Los días y semanas pasaron y ambos hacían por pasar el mayor tiempo juntos. A Bárbara le fascinaba cómo él vivía la vida, sus deseos, sus caprichos, sus reflexiones, sus inseguridades, cómo valoraba todo lo que le rodeaba. Se percató de los colores, luces y sombras, con los que él veía la vida, la familia, el trabajo y su sentido de la responsabilidad. Seguía teniendo esa esencia pura, aunque dañada un poco por los años y vivencias que inevitablemente, marcan a uno mismo. Él era una caja de sorpresas. Único.

Y como la misma vida, muestra sus irremediables señales, a veces aparecía esa sombra. Esa odiosa sombra que tan sólo aportaba inseguridad y bloqueo. Ambos la sufrían y a ambos distanciaba. Podría decirse que era el único punto negro en su relación. Cada uno a su manera, intentaba entender y radicar esa sensación pero, a veces, no encontramos ni la manera ni las palabras justas para vencerla y ahí se queda. Quieta, mirándote a los ojos y diciendo: “De aquí no me voy a mover. Allá tú”.

La muy puta ahí se quedó. Se quedó para restregarles por la cara que ella ganaba. Consiguió separarles. Consiguió terminar con los sueños e ilusiones de ambos. Consiguió que a ambos, les costase mirarse de nuevo, el uno en el otro.

Con lo que no contaba la sucia sombra, era con el mayor y más sabio de todos…el TIEMPO. Ese anciano que, consciente de su poder, sabe que al final él mismo, es el que pone las cosas en su sitio, siempre y cuando haya lo esencial, amor.

Fue él, quien ayudado por la nostalgia, el cariño y por supuesto la luna, hizo que se reencontraran. La luna, feliz de poder hacerles el regalo que llevaba tiempo guardando para ellos, hizo que Bárbara y Darío se unieran. Se unieran como dos enamorados que llevan tiempo separados contra su voluntad. Su deseo mutuo se multiplicó.

Se amaron despacio. En la habitación, solamente se oían los gemidos mudos de placer. Él, como si de su musa se tratara, la miraba, la besaba y la penetraba tan consciente del momento, que no quería que nada parara ese momento. Ella se dejaba penetrar a placer también. Los rincones a los que él accedía y rozaba, despertaban gustosamente, evidenciando el éxito con su humedad. Una y otra vez se tensaban, y su dueña sin querer parar, se estremecía de gusto. Sus bocas marcaban el ritmo de intensidad. Al morderse y respirar agitadamente, también lo era la penetración. Sus manos sujetaban las de ella, mientras le mordía los pezones. Ella quería más, deseaba más y subió sus piernas, abrazándole, para que su miembro llegara hasta el fondo. Todo. Lo quería todo dentro y que le llevase al clímax. Entre gemidos suaves, lenguas tensas, labios carnosos y maestría, llegó. Llegó y lo disfrutó.

Ambos saborearon las recompensas del sexo durante esa noche varias veces, e incluso, en la mañana que les vio despertar.

Cuando desayunaban, Bárbara notó en él como si quisiera decirle algo. Le pilló observándola esquivamente, como si le quemara contarle algo. De repente él le dice: ”Sabes, este tiempo que hemos estado sin vernos me ha hecho ver muchas cosas, echarte de menos, desearte, querer estar contigo a cada momento y no ha habido un solo día que no haya pensado en ti”. Bárbara, Bárbara se quedó petrificada. No sabía si alegrarse, si llorar, si echarse a sus brazos como si no le fuera a ver más en su vida, salir corriendo llorando….era una mar de contradicciones. Ella sentía que era el hombre de su vida, en ese preciso momento, pero en su fuero interno sabía que él era un espíritu libre, indomable, libre, SOLITARIO y que por mucho que le amara y se lo demostrase, él nunca sería para nadie. ¿Cómo seguir al lado de alguien que no cree, que no ve lo más básico e importante? Su corazón se rompió en mil pedazos. Era su hombre pero, él no sería de ella. Encima, para pisotear más los pocos pedacitos que quedaban de su corazón en el suelo, él la lleva a su taller en su apartamento y le enseña una escultura blanca.

Si alguien, sin ninguna sensibilidad la viera, diría que eran dos palos blancos. Pero ella, nada más verla, dedujo lo que era.

Dos figuras paralelas al suelo, como si estuvieran tumbadas de lado. Un palito fino pasaba por debajo de una especie de bola y en el otro extremo, supuestamente unas piernas, dos palitos uniéndose. Bárbara lo vio clarísimamente. Eran dos cuerpos abrazándose tumbados. Parecían una única escultura. Parecían uno.


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