Enigma I

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Sale del cine. Última sesión. Es su preferida por la poca concurrencia, ruidos, aparcamiento, elección de butaca. Todo son ventajas. El día lo pedía pues la lluvia, que lo ha acompañado sin dar un respiro, le ha dejado el cuerpo de eso, simplemente un cine. Estudió la cartelera tan sólo unas horas antes de decidirse. El protagonista, que era uno de sus preferidos, interpretaba a un sacerdote en apuros diplomáticos donde la Iglesia (como no) también implicada, le llevan a un sinfín de situaciones mezclando espionaje, muertes y revanchas.

Finalizada la película, al salir a la calle, se sube el cuello de su suave abrigo, se enfunda los guantes. Sopla aire fresco y ese maravilloso olor a tierra mojada le invita a caminar. No quiere coger el coche todavía. Tiene tiempo y nada que hacer al llegar a casa. Da con un parque poco iluminado con farolas de luz cálida, huele a rosas mojadas. Decide ahí mismo, sentarse, no sin antes buscar algo que la proteja de la humedad del banco. Observa a su alrededor, todo está tranquilo, solitario, ninguna luz en ventanas, es tarde y seguramente todos duerman. Enciende un cigarro y empieza a analizar la sensación que le ha dejado la película. Tiene bastante en qué pensar pues ha sido muy buena. Buenas frases, buena trama, buenísima fotografía, buenos actores… y ese actor que, de tan sólo recordarlo de nuevo, siente un pellizco en la boca del estómago. Caracterizarlo de sacerdote ha sido todo un acierto.

En él se centran sus pensamientos y fantasías. ¡Lo que le encantaría hacer con él vestido de cura! Cierra los ojos y deja volar su imaginación y, sin querer evitarlo, mezcla escenas de la película con su sucia y provocadora imaginación. Recuerda una de ellas, en la que su protagonista se ha quedado sólo en la sacristía tras oficiar la misa. Una misa que, por orden del guión, ha sido tensa, rápida, con fotogramas rápidos y oscuros, primeros planos donde su rictus marcaba su mandíbula, su sudor, su mirada de desesperación. Y ahí, en el escondite sagrado y otorgado por lo más divino, es donde él está intentando recuperar la calma, su aliento, su temple y estudia su siguiente paso para salvar su vida. Dos candelabros encendidos y un halo de luz que se cuela por una contraventana cerrada, es su única iluminación. Divina parece.

Es entonces cuando ella se cuela en la escena. Le observa desde la oscuridad, como una “voyeure”. En silencio. Observa su agitada respiración y no puede reprimir el impulso de querer consolarlo. Se acerca lentamente. Se da cuenta de que él, levanta lentamente la mirada y busca consuelo, paz, calor. Ella desea dárselo. Todo. Todo lo que él quiere y desea. Aún sentado, inclinado hacia delante, ella se coloca frente a él. Su cabeza cae a la altura de su vientre. Ella le acaricia suavemente su cabello negro y sedoso. Sus dedos le peinan. Con sus yemas masajea su cabeza y él, comienza a levantarla lentamente, recibiendo a ese ángel como caído del cielo, pero que en realidad, solamente puede venir del mismo infierno.

Ese infierno del que él, lleva tanto tiempo huyendo. Años. Ese infierno que le empujó cuando era un adolescente a quitar vidas, a traicionar, a mentir y esconder verdades. Secretos ya enterrados, quemados, muertos. Ese infierno del que escapó por los pelos y, gracias a la ayuda de un gran amigo que dio su vida por él. Se redimiría. Se lo prometió. Se lo hizo jurar sobre una biblia y así hizo. Pero la suerte, para él no existe. No existe. Y de nuevo la vida le pone a prueba. Cierra los ojos y maldice. La maldice mil veces.

Frente a sus ojos tiene la tentación. Una tentación vestida de blanco. Sus labios le dicen todo lo que no quiere oír. Sus manos le piden todo lo que no puede tocar. Su cuerpo le muestra todo lo que no puede poseer. Y sus ojos sólo le guían a donde no puede ir. Él grita por dentro, arde por dentro, corre, quiere alejarse todo lo que pueda, pero su cuerpo no responde. No le obedece. ¡Cómo no! La obediencia nunca estuvo en él. Carecía de ella. Disimuló durante todo este tiempo de entrega, pero exclusivamente por cumplir su promesa. Y ahora, esa promesa pasará a un segundo plano.

Se levanta decidido. Decidido a pecar. Si ese ángel ha venido para hacerle pecar, pecará. Y si su final es arder en el infierno. Así sea.

Retira de un tirón las sagradas vestiduras de la alta mesa donde, en los extremos, reposan los candelabros labrados en oro. Tira todo lo que hay a su alrededor. Una biblia, el cáliz, el agua y velas. Lucha contra él mismo. Su deseo. Su miedo. Se gira y la lujuria explota en su mirada como el mismísimo fuego. Coge a su presa y empieza a besarla como aquel adolescente del demonio que fue en un tiempo. Su pulso se dispara. Hace que su corazón se acelere hasta el punto de que su respiración, se confunda con jadeos desesperados, ansiosos, sedientos de sexo y de hambre. Hambre de todo. 

Sube la mano por el muslo terso del “ángel-demonio”. El alzacuello le aprieta, le asfixia y se lo arranca violentamente. Ella le desgarra la sotana haciendo saltar los pequeños botones forrados, hinca sus uñas en su suave piel mientras chupa las gotas de sudor que resbalan por el sagrado cuello del pecador. Profanan la estancia y todo lo que les rodea con sus gemidos, sus ansias de sexo, gritos y palabras imperdonablemente sucias. Se poseen sin escrúpulos, sin miramientos ni decoro. Sus lenguas pecan, sus bocas pecan, sus manos, y como dos animales salvajes, se dejan llevar con los ojos cerrados hasta el final.

Mientras él la penetra sobre la mesa, ella busca donde agarrarse firmemente para no esquivar ni un solo envite y, al alzar sus brazos para atrás, se aferra a la cruz colgada que preside la alta mesa. Cruz fuertemente clavada en la pared y que paradójicamente, va a presenciar toda la escena. El pecador baja a lo más íntimo y prohibido. Se encarga de que el placer la inunde. Su lengua entra y sale en lo más oscuro y húmedo haciendo que se retuerza ante tal maestría. Toca con la punta de su lengua su clítoris que empieza a latir y a engordar de placer. La combinación de lamérselo, soplar y apretarlo sutilmente, la excita brutalmente. Pide más. Ella le aprieta la cabeza contra su coño y él, se esmera en su tarea. Las llamas de los candelabros bailan por las paredes. Bailan al son de una música celestial, en círculos, como si fueran figuras invocando al más allá. 

Él, a quien la sotana y lo poco de sagrado que le quedaba habían desaparecido de su vista, la posee de nuevo y junto con las figuras de la pared, empiezan a moverse al mismo ritmo. Al mismo son. Dos cuerpos perfectamente sincronizados. Bailan como si fueran un mismo cuerpo.

Continúa...


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