Posteridad.

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Cuando la conocí aquel día más de invierno que de otoño, reaccioné igual que todas las personas imprudentes que seguro ella odiaba. Su nombre era Posteridad, y todavía le pregunté qué si era un chiste. Me miró con unos ojos que helaron la piel y ello me confirmó que no bromeaba con su peculiar nombre. “Y antes de que lo preguntes, no, no odio mi nombre”, acotó con seguridad mientras se acomodaba el cabello en los hombros. El alboroto de su melena desprendió un aroma exquisito, dulce y agradable como los frutos rojos. Sonreí y extendí mi mano hacia ella para concretar que, por fin y de la nada, nos conocíamos.

–Mucho gusto, Posteridad –estrechó su mano con la mía y sonrió burlona– Disculpe mi reacción tan grosera, uno no está acostumbrado a conocer personas con nombres tan únicos.

–Pero sí es usted un hablador –repuso con gracia. Su risilla me dejó ver su hilera de dientes blanquísimos como las nubes de medio día en pleno verano; no eran del todo derechos, pero eso a quién le interesaba– Hace apenas unos momentos me cuestionó si mi nombre era un chiste…

–Insisto, disculpe mi imprudencia, señorita –Posteridad sonrió, luego desvió la mirada.

–Bueno, al menos debo admitir que pocas personas tienen la decencia de ofrecerme disculpas después de su grosería –ambos reímos quién sabe por qué. Posteridad se abrazó al estómago y se inclinó un poco mientras seguía riendo. Su cabello café brillaba como nada a mi alrededor. La risa de Posteridad no era delicada, pero sí muy honesta– Ya, ya, ya. –se irguió, volvió a acomodar su cabello e intentó en vano quitar las arrugas de su camisa blanca­– Ha sido un fastuoso gusto conocerle…

–Alberto, me llamo Alberto –interrumpí, ella me sonrió y volvimos a estrechar nuestras manos– y el gusto es todo mío, Posteridad.

–Tengo que irme ya –desvió su mirada a la estación de camiones de la ciudad, y pude apreciar su delicado rostro de perfil. La nariz respingada y tremendamente perfecta, le daban una apariencia tan inocente como coqueta; sus labios eran delgados, pero tenían un lindo color carmín que, supuse, era natural; el color de sus pestañas combinaba con el de sus bellos orbes marrones. Ella regreso la mirada hacia mí e hizo un ademán con su mano, le regresé un gesto casi melancólico, rogando que se quedara un segundo más. Esperaba que Posteridad se percatara del mensaje en mi rostro, sin embargo, se dio la vuelta y emprendió su camino.

El vestido floreado que llevaba puesto, remarcaba sutilmente su figura. Mientras el sonido de sus tacones se iba haciendo cada vez más lejano, algo dentro de mí gritaba que corriera a alcanzarla. Podía ser una locura, un impulso, pero ¿Me perdonaría después esto?

 

–¡Posteridad, Posteridad! –grité mientras corría. Ella se detuvo en seco y con las manos sobre el pecho, claro indicio de que se había asustado. Su semblante de ablandó cuando me descubrió andando hacia ella.

–Alberto, ¿ha perdido la cabeza? ¡Me dio tremendo susto! –reclamó entre risas.

–No era mi intención, Posteridad. Sólo no podía quedarme sin saber si volveré a verla.

–Ya lo veremos…

Posteridad sonrió con timidez y volvió a avanzar, dejándome atrás sin respuesta aparente.

La vi caminar.

La vi desaparecer.


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