Vanessa (Parte 01)

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A pesar de estar cubierta por la oscuridad de una medianoche de invierno, Vanessa no lograba conciliar el sueño. Siempre fue una mujer con un deseo incontrolable, y su energía sexual no podía contenerse. Esa noche no sería indiferente a las pulsiones de su cuerpo, y ella sabe a la perfección cual es la forma de apagar la llama y obedecer el llamado.

Con los ojos cerrados, espontáneamente su mente imagina las mejores formas de excitarla hasta lo más profundo, y casi por instinto, Vanessa lleva su mano derecha a desplazarse a lo largo de sus muslos, moviendo la falda para dejar sus piernas al descubierto. Lentamente, pero con experticia, corrió el calzón ya empapado de su jugo hacia un lado, dejando a plena vista una vagina húmeda, rosada y palpitante, que esperaba ser estimulada desde que la luna se asomó brillante en el cielo. La joven compartía el deseo de su vulva, y no quería hacerla esperar más, por lo que uno de sus dedos comenzó el viaje desde su clítoris, pasando parsimonioso entre sus labios mojados, e introduciéndose con firmeza repetidamente en la vagina. Vanessa sentía que su mano se movía por arte del deseo, ya que sin mirar lo que hacía, podía sentir cada una de las pulsaciones que la hacía excitarse cada segundo más.

Sin embargo, se sentía presa del placer, y nada era suficiente para cumplir su condena. Mientras su mano derecha seguía masturbándola, su mano izquierda se abalanzó rápidamente a uno de sus pechos, y sobre la polera, comenzó a apretarlo, pellizcarlo, sacudirlo, haciendo que sus pezones se asomaran arduos a través de la tela, clamando por salir a apreciar el lujurioso espectáculo. La lujuriosa muchacha se encuentra caminando al borde del abismo del orgasmo, y su pujante deseo y pasión, la llevó a abrir los ojos para apreciar la obra de arte que sus manos estaban pintando en su cuerpo.  Pero esa obra de arte no fue la única imagen que entró a su cabeza.

Desde su adolescencia, la mente de Vanessa se comportaba de manera perversa y traviesa, llevándola a los rincones más perversos de su ser, abstrayéndola de la realidad para concentrarla solamente en lo que dictaba su entrepierna. Es tanto el poder que la lujuria tenía sobre ella, que solo al abrir los ojos notó donde se hallaba su corporalidad aquella noche. Aquella corporalidad que hizo amalgama con el placer, pero olvidó su lugar en el mundo.

Vanessa se encontraba en el asiento más alejado de un bus, en un viaje nocturno, con unos cuantos pasajeros que, sin notar como la joven cedía a sus pulsiones en la comodidad del asiento, dormían como cualquiera lo haría. Sin embargo, notó cuatro pequeñas luces que se asomaban por sobre un asiento, tres o cuatro lugares más adelante, por el carril opuesto. En breves destellos, mientras la luz de la luminaria de la carretera se colaba por la ventana cada cinco segundos, la muchacha podía notar las cabezas de dos jóvenes adolescentes que, taciturnos, bebían enardecidos pequeños tragos del espectáculo de placer que Vanessa les brindaba. Pequeños tragos servidos en breves destellos, mientras la luz de la luminaria de la carretera se colaba por la ventana cada cinco segundos.

Así como la lujuria dentro de la bella joven jugaba bromas peligrosas que la hacían perder el control, Vanessa se encargaba de demostrar que el viejo adagio de “nadie sabe para quien trabaja” podía llegar a quedarse corto tratándose de una mujer que hace de la sexualidad su motor. El exhibicionismo siempre estuvo en la mira de sus fantasías sexuales, y no encontraría ocasión mejor para moldear dicha fantasía a su antojo. Así, fuera de inhibirse ante la realidad imperante, pretendía sacarle provecho, y sin despegar la vista de los dos curiosos y afortunados jóvenes, sus manos siguieron haciendo lo que mejor sabían hacer. Vanessa estaba decidida a terminar la faena.


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