La pastelera (parte 1 de 3)

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Siempre había escuchado que la convivencia terminaba por matar a la pareja, pero yo era de esos imbéciles a los que les gustaba pensar que era diferente al resto. 

La convivencia no es que mate la pareja, directamente la destruye. La rutina del día a día va matando el erotismo, la magia y todo aquello que un día tuviste con tu novia; pero que a día de hoy solo quedan vagos recuerdos de aquellos maravillosos momentos.

Julia y yo habíamos pasado de follar todos los días en el asiento trasero de mi Opel corsa, a graduarnos en la universidad, encontrar trabajo, comprarnos una casa y hasta casarnos. Los primeros meses incluso años eran la hostia, hacíamos lo que queríamos y cuando queríamos, todo el dinero que ganábamos era para nosotros y no teníamos que darle explicaciones a nadie.

Sin embargo las cosas empezaron a cambiar cuando a Julia le sonó el reloj del instinto maternal. En un abrir y cerrar de ojos me encontraba con 35 años, un par de entradas que cada vez se dejaban más de notar y dos niños que consumían por completo mi tiempo. Poco a poco Julia y yo nos fuimos adentrando en ese modelo de casa a los que todos o mejor dicho, a nivel social se le conoce como familia convencional.

Con todo esto que estoy escribiendo parece que no sea feliz, sí que lo soy, el único problema es que aparte de pensar que todo le sucedía a los demás, también creía en que la juventud duraba para toda la vida.

Julia y yo cada vez follábamos menos por lo que yo me masturbaba más. Los niños eran pequeños y si no estaban llorando, estaban resfriados o cualquier otra cosa; por lo que debíamos estar siempre pendientes de ellos. El único momento que teníamos para nosotros lo usábamos para dormir, o sea que imaginaros hasta qué punto habíamos llegado.

Los domingos ya no eran de sofá, manta y peli como excusa para terminar follando, no. Ahora el último día de la semana se había convertido en las constantes visitas a casa de mi suegra para comer. Reconozco que la mujer siempre había puesto de su interés por que nos lleváramos bien, pero el hecho de que un día folláramos sin aún saber que éramos familia política ponía las cosas un tanto más difíciles, pero eso es otra historia que ya os contaré.

Cuando llegué el jueves a casa de trabajar, Julia me recordó que el  domingo comíamos en casa de sus padres para celebrar el cumpleaños de mi suegro. Así que me sugirió que ese día me levantase pronto para darle un agua al coche y dejarlo limpio y ya de paso recoger la tarta de cumpleaños en la pastelería. Así que una vez llegado el domingo, realicé a pies juntillas las órdenes de mi mujer como un buen marido que soy, nótese la ironía.

Lavar el coche fue tarea fácil, cerca de casa había una gasolinera que por cinco euros te dejaba enjabonar, aclarar y encerar el coche. Es triste, pero decidir dónde lavar el coche y cómo hacerlo se había convertido en uno de mis pocos caprichos. Lo bueno y malo de vivir en la capital es que tienes y encuentras todo lo que quieres, sin embargo, nadie te libra de chuparte un atasco de menos de una hora para llegar a tu destino. Así que después de saltarme un par de semáforos en rojo, tener alguna que otra pelea con un taxista, logré aparcar en doble fila y llegar a la pastelería.

-Quién es el último pregunté tras entrar y cerrar la puerta.

-Soy yo contestó una anciana que se encontraba sentada a mi espalda.

La cola era inmensa, debería haber por lo menos quince personas delante de mí. La cola podría haber avanzado más deprisa aquel día, pero parece que la dueña no estaba y solo había una dependienta. Nunca antes la había visto, suelo venir frecuentemente a esta tienda, pero no me sonaba para nada, lo más posible es que la contratasen hace poco.

En ocasiones me daba hasta cierta ternura, a la pobre se le notaba que era nueva, tardaba como unos diez minutos en envolver dos simples pasteles y en hacer la cuenta. Eso me llevó a recordar los días en los que empecé a trabajar en la pizzería de mi barrio. El primer día se me quemaron todas las pizzas, rompí doce platos; el dueño no me echó porque era amigo de mi padre que si no…

Debo de reconocer que la chica, aparte de ser una novata era muy pero que muy guapa. Su piel morena combinada con su pelo rizado recogido por una goma del pelo, hacía que te concentrases en el verde de sus ojos; cayendo así por completo en el embrujo de su mirada. Su boca tampoco parecía ser de este mundo, el blanco de sus dientes sumado al grosor de sus labios; hacían que cada vez que estos se combinasen, formasen lo que los humanos llaman comúnmente sonrisa, aunque en ella fuese algo más, hasta tal punto de detener los latidos del corazón si se lo propusiese.

Sin poder dejar de mirarla, un calor fue creciendo lentamente en mi interior. La chica llevaba una camiseta blanca ajustada la cual le combinaba perfectamente con el delantal negro que estaba usando. De manera tímida pero totalmente perceptible al ojo humano, la unión de sus tetas creaba un sutil pero increíble canalillo. Estoy seguro de que cualquiera de los clientes que estaban allí, hubiera preguntado por el precio de tremendo manjar. Cuando se ponía de perfil sus pechos eran el doble de grandes, hasta tal punto de parecer librarse de aquel delantal y aquella camiseta que no les dejaban ser libres.

Tal fue mi estado de inconsciencia que para cuando me quise dar cuenta era mi turno.

-Perdone…perdone hacía la novata al mismo tiempo que chasqueaba sus dedos intentando llamar mi atención. ¿Está bien señor?

-¿Señor? Cómo que señor se me pasó por la mente. Si tengo tan solo 35 años. Ah sí perdona dije tras recuperar la compostura. Ponme dos pasteles de nata y uno de dulce de leche cuando puedas.

-Me va a tener que disculpar, pero al dulce de leche le quedan veinte minutos.

Otro hubiera comprado los pasteles de nata y se habría marchado, pero teniendo en cuenta que el dulce de leche es el preferido de mi suegro no me podría ir sin ellos; Julia me mataría.

-De acuerdo, esperaré fue mi respuesta.

Los clientes fueron pasando hasta que ambos quedamos solos en aquella pastelería.

-Voy a cerrar para que nadie más entre y en cuanto estén los dulces se los daré. Le pondré alguno más de regalo por la espera dijo ella pasando por delante de mí al mismo tiempo que se dirigía hacia la puerta.

 


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