La profecía de los TRES REYES (I)

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En un reino más antiguo que la propia memoria de sus habitantes, la reina Lae había dado a luz a trillizos. Todo habría sido dicha si no fuera por una profecía que el oráculo había escrito muchos años atrás. Uno de ellos llevaría al reino a su máximo esplendor, otro sacrificaría su vida a cambio de que esto sucediera y el tercero traicionaría a su familia y destruiría todo aquello que poseyera.

El rey Elgar quiso criar a sus tres hijos por igual, sin favoritismos ni preferencias. Creyó asi que los niños no desarrollarían celos u odio hacia sus hermanos. Creyó así poder evitar la profecía. Crecieron rodeados de comodidades y buena educación; los tres poseían corazones nobles y personalidades dignas de un futuro rey. El mayor, Siro, destacaba por sus habilidades tanto intelectuales como físicas. El mediano, Uldred, era conocido por su astucia y pericias en el arte de la guerra. El más pequeño, Immonud, poseía un don para la gente; su lealtad y compasión hacia los más desfavorecidos le hacían ser el más admirado por el pueblo.

Ante la indiferencia de su padre, a menudo surgían dudas entre los hermanos. En secreto competían por saber quién ganaba el favor de su progenitor. En vano, ninguno destacaba para este. Hasta que un día surgió la tan esperada pregunta:

– Padre, cuando vos ya no estéis, ¿quién será vuestro sucesor? – preguntó Uldred.

– Aquel que demuestre merecer la corona tendrá el reino que hoy gobierno.

Aquellas palabras fueron malinterpretadas sin Elgar saberlo. De esta manera, en un combate cuerpo a cuerpo los tres hermanos se debatieron en duelo; creyeron así demostrar de una vez quien era el más fuerte y por tanto futuro rey. Sin embargo, poco fueron capaces de demostrar ya que ninguno pretendía realmente herir a sus hermanos. Hasta que…

– Hermano mío! – exclamó Siro tapando su herida – ¡cómo has podido!

En las manos ensangrentadas de Elder yacía la daga agresora. Su rostro reflejaba dolor y sorpresa.

 Immonud corrió a llamar al rey, quien contempló la escena con horror.

–Vergüenza la mía de llamarte hijo mío. Todo a vosotros di para que nobles fuerais y tu deshonras mi legado atentando contra tu propia carne. ¡Fuera, fuera de estas tierras manchadas de sangre! ¡Tus manos prueba de ello son!

Y así fue como, muerto en vida por su propia culpa, Uldred quedó desterrado para siempre. Huyó más allá de los límites del reino, hacía territorios desconocidos.

El rey creyó haber encontrado de esta manera al traidor que auguraba la profecía y mandó destruir todo lo que a él pertenecía para que de él no se tuviera constancia ninguna si regresaba algún día. Como si de esta manera quedara borrada su existencia. Poco tiempo después el monarca cayó enfermo, dicen las malas lenguas, fruto de una profunda tristeza. Sus entonces únicos dos hijos decidieron relegarle en el gobierno del reino. Immonud cedió ante su hermano mayor alegando que no quería más disputas entre ellos y que al ser mayor, la corona le pertenecía. La única condición era que jamás haría daño a su familia. Siro aceptó.

Comenzó así una nueva etapa: el reinado de Siro el Grande. Durante años reinó de forma justa y una calma invadió todo. Su hermano, en la sombra, a menudo se paseaba por las calles de los súbditos, disfrazado de paisano para no ser reconocido. La opinión del pueblo era muy diferente a la que se creía en palacio. El rey era derrochador, decían. Organizaba grandes banquetes en honor de sus consejeros. Repartía, sin medida, monedas de oro entre los pobres, quienes no buscaban trabajo por querer vivir de las limosnas. El reino poco a poco perdía recursos. Pero desde fuera todo parecía marchar bien. Aparentemente.

Un día llegaron noticias de guerra a la corte. Un reino vecino amenazaba con invadirles. Todos los habitantes con edad suficiente como para empuñar un arma eran llamados a luchar. De varias batallas solo unos poco regresaban con vida. El jefe del ejército enemigo, decían, era un guerrero implacable y un estratega aún más fiero.

El rey Siro quedó anonadado al saber que se trataba de su hermano Uldred, ahora comandante de las tropas de un imperio en expansión. Ahora solo quedaba una opción: negociar. Todos los consejeros del rey vieron esto como la mejor solución pero este, cegado por la rabia y el orgullo se negó. Prefería morir antes que ceder ante un renegado aunque alguna vez este hubiera sido su hermano.

Las tropas, cada vez más reducidas, comenzaban a llenarse de soldados cada vez más jóvenes. Granjeros y herreros que poco conocían del arte de la guerra. Siro los enviaba, sin miramientos, a una muerte segura.

Ante la impotencia que esto suscitaba a Immonud, deicidio verse en secreto con el general enemigo. Llegaron al acuerdo de detener la guerra a cambio de la sublevación del rey al imperio. Formarían parte de él pero obtendrían un gobierno propio con ciertas restricciones. Parecía que todo volvía a su cauce.

 


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