La infancia

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Ya hacia muchos días que no dormía, ni bien, ni mal. Se acostaba cada noche porque el padre lo reclamaba desde la cama, como si le fuera imprescindible tenerlo a su lado para que pudiera conciliar el sueño. Marcelino, agachaba la cabeza y obedecía. Al desvestirse tenia la inexplicable sensación de desnudarse demasiado.

!Qué rara era la vida¡ Tenia la sensación de que estaba acabándola como su progenitor. Compartían los dos aquella vieja cama de matrimonio con el somier ruidoso y el colchón hundido, que Marcelino había querido cambiar tantas veces por un par de camas individuales. Sin embargo, no había hecho porque el padre no le parece bien el gasto, pero esa noche decidió que vendería su reloj para solucionarlo.

Su madre, que había fallecido hacia diez años siempre decía; tu padre nos a va enterrar a todos.

A veces las cosas no se presentaba bien, pero había también algunos buenos momentos en la convivencia doméstica, como cuando al anochecer jugaban unas partidas de cartas y reían juntos. El padre no paraba de repetirle que, lo que tenia que hacer era buscarse una mujer para que cuidara de ellos.

- ¿Y dónde iba a dormir?

- No te preocupes que, con tantos disgustos no voy a durar mucho. Contestó enfurruñado.

Aquella mujer planeo casarse con Marcelino por desdén, al escuchar a una vecina que estaba interesada por él. Ella no lo quería, ni llegaría a quererlo jamás.

A la semana, Marcelino fue a preparar los trámites con el cura para realizar la unión. Como tenia una vida austera y simple, y vivia con su padre, y la futura esposa era huérfana de madre y padre y no tenia familia conocida, la ceremonia de la iglesia se realizo con los mínimos asistentes. Eso si, participo el cura, la ama de llaves y los contrayentes y claro está; Edmundo el abuelo. Sin olvidar a la vecina solterona que se quedaría para vestir santos. La invito a la ceremonia según le indico al párroco, porque ya que le presento al novio, no quería hacerle el feo. El acto del casamiento, mas que una celebración de matrimonio parecía un auténtico velatorio, de lo triste que resulto. Por no haber, no hubo ni banquete con viandas para celebrar por el futuro de la pareja.

Al salir de la iglesia, se dirigieron a casa del Edmundo a instalarse. Tampoco, hubo entre los contrayentes luna de miel por la noche. Como era costumbre, Marcelino se acostó con su progenitor. Después de estar despierto durante horas observando la pared, se giro y se encontró con el cuerpo del anciano. Se incorporó con cuidado para no despertarlo y se vistió para salir al portal. Allí espero a que amaneciera, para dirigirse a la casa de empeño a conseguir el dinero para comprar la cama

La convivencia en la casa no era fácil. El octogenario apenas oía y por su avanzada edad estaba bastante torpe. Solían comer en una mesa de la cocina, y una noche cenando, al anciano que sostenía la cuchara con los dedos, dejó caer la sopa. La nuera alzó la voz y comenzó a lanzar improperios. El anciano, a pesar de la sordera entendió la situación, sentía el desprecio de la mala mujer pero no se atrevió a responder, tan solo agacho resignado la cabeza. La esposa no tenia el mas mínimo respeto a las canas. El marido se mostró disgustado, pero por prudencia nunca se atrevió a decirle nada.

La mujer era una auténtica arpía. Cuando hablaban en casa, lo ignoraba porque no le importaba su opinión, y siempre que se le presenta la oportunidad lo dejaba en ridículo ante cualquiera, porque creía que tenia derecho a hacerlo. La esposa al actuar de ese modo, se reafirmaba en su superioridad.

Otra noche, cenando en ausencia del marido.

- No puedo ponerle mas vino, porque su hijo no quiere. Haciéndole entender que su vástago no le apreciaba, al no concederle el deseo. Siempre dejaba caer la culpa en la figura de más apego para el anciano.

El niño fue engendrado en una noche desafortunada de verano, en la que Marcelino vino de la tasca afectado por el alcohol. La taberna era el único entretenimiento que tenían los hombres; un rato distendido, bebiendo y charlando fuera del hogar. No fueron una, ni dos, ni tres las rondas que se tomaron, sino algunas otras más las que sirvió el tabernero. Tantas rondas de tinto se había tomado entre pecho y espalda, que cuando salió del local le costó encontrar el camino de vuelta para casa. No era de extrañar que los tertulianos afirmaran que el condenado somontano entraba bien. Cuando llego, buscó la mujer por la cocina y la llevándola a la alcoba la forzó a hacer el amor.

El hombre, asqueado por su vida se emborrachaba al acabar el trabajo. Y tampoco, soportaba a la esposa porque no le respetaba. Muy al contrario, procuraba desprestigiarlo cuando se le presentaba la ocasión. Pero lo peor que llevaba era la forma humillante con la que trataba al anciano.

Era cuestión de tiempo que la antojadiza esposa se arrepintiera de haberse casado con aquel hombre tan pobre y humilde. Trabajaba de zapatero remendón y su tarea era reparar el calzado de la totalidad de vecinos del pueblo. Manoseaba los zapatos, que habían estado en contacto con sus pies sudorosos. Esto, repentinamente le pareció una labor deshonrosa. Creía que era un oficio indigno, como si se rebajara ante los demás.

Pasados los nueve meses de gestación, se produjo el alumbramiento de la criatura que resulto ser un niño precioso. Esa fue una de las pocas alegrías que la esposa de Marcelino proporcionó al resto de la familia. El anciano Edmundo, cuando supo que había nacido el pequeño, y que se encontraba a salvo, se sintió agradecido a Dios y especialmente orgulloso porque era lo que había deseado. Y creyendo que ya lo tenia todo hecho en la vida, se hartó de comer, y se echo la siesta para dejarse morir plácidamente.

Por la noche se lo encontraron en la cama, y al siguiente día se celebro el funeral. Esta circunstancia desvaneció en parte la alegría por el alumbramiento y entristeció a Marcelino, que quedo muy afectado por la repentina muerte. Esa noche, decidió ponerle al recién nacido el nombre de Edmundo, en honor al abuelo.

Al cabo de una semana, Marcelino pensó que debía recuperar el reloj de plata que había empeñado, porque era lo único que podría dejarle de herencia al hijo.

La esposa era un ser malvado y envidioso. Una vez que estaba el niño fregando unos platos en la cocina, se le cayó uno al suelo y al chocar contra el suelo se hizo añicos.

- No sé lo digas a tu padre. Dijo enfurruñada. – ¡Qué se enfadara contigo¡

El inocente niño entendió que era por temor a las represalias del padre, pero no era solo eso. Desde muy pequeño, le estaba inculcando que no existía problema en mentir, que se podían ocultar las cosas cuando a uno le convenía. 

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