La sirena

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Según algunos poetas grecorromanos, las sirenas habitaban unos islotes rocosos a la espera de seducir con sus cantos a los navegantes que surcaban las costas. De esta forma, los marinos sucumbían al hechizo de aquellas criaturas, cuyas voces hipnóticas los conducían a la muerte. Al parecer, nadie ha podido librarse de su embrujo, excepto el legendario Ulises, que se hizo atar al mástil de su barco para no caer en la tentación de rendirse a ellas. Pero, claro, era un héroe mitológico.

Sin embargo, en las escarpadas costas del sur vivía, solitario, un joven pescador, Román Santino. Cada mañana se internaba con su barcaza en el mar, junto a sus redes, cebos y arpones, desafiando las encrespadas aguas y los vientos inclementes. Cierta vez se le apareció, en plena rutina, una agraciada sirena, en medio de la tormenta. La ninfa entonó los delicados versos de “Un bel dì vedremo”, el aria de “Madame Butterfly” de Puccini. El joven estuvo a punto de arrojarse a las aguas, de no ser por una de las cuerdas de su embarcación, que involuntariamente lo sostuvo con robustez.

Santino logró así salvar su vida, y la bella sirena terminó enamorándose del pescador. Todos los días lo acompañaba en sus faenas, le recitaba armoniosas melodías, endulzando su espíritu. Él corría por las mañanas hasta la embarcación, ansioso de echarse a la mar y hallarla entre las aguas. Le regalaba frutas y vino, y hermosos collares de perlas. Con el correr de los días, aprendió a cantar romanzas y coplas, y hasta llegó a entonar junto a ella una segunda voz.

Pero las sirenas están impedidas de enamorarse de los hombres de mar. Su naturaleza es la seducción pérfida. Por lo que a nuestra sílfide le fue arrebatada la voz, su mágica herramienta. Y un día desapareció en el fondo del océano, para nunca volver a encontrarse con él. Dicen que mora en algún islote rocoso, llorando y esperando la muerte.

En cuanto al bueno de Román, se hundió en el insomnio y la melancolía. Durante años, buscó a su sirena, internándose en los mares más bravíos, sollozando y cantando arias. Un día apareció una ninfa entonando una serenata, y esa vez se rindió a ella, muriendo en medio de las aguas turbulentas.

Algunos dicen que el plan fue urdido por la sirena amada, con la intención de librar a su enamorado del dolor. Sin embargo, hay quienes afirman que la sirena regresó a consumar la tarea que le había sido inicialmente asignada. Y para la cual le fue restituida su voz, por lo que se vio obligada a seducir a su amante con una serenata mortal.

Me inclino a sostener la primera conjetura. Prefiero creer en la existencia de sirenas que, refutando su propia naturaleza, escogen navegantes tan sólo para enamorarse de ellos. Y prefiero creer en los hombres y mujeres que buscan amores utópicos, absurdos, inverosímiles. A ambos suele abrazarlos la eternidad.


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