LOS INADAPTADOS URBANOS 1

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Me llamo Enrique Peña, y soy un hombre de cuarenta años; de profesión contable en una importante fábrica de muebles de Barcelona. Mas mi vida personal deja mucho que desear ya que reconozco que no tengo el suficiente donaire para relacionarme con las mujeres por lo que cuando éstas tratan conmigo se aburren enseguida y se apartan de mi lado. Sin embargo yo estoy seguro que si alguna vez alguna fémina se fijara en mi detenidamente; supiera valorar mi hondura personal no tardaría en darse cuenta de mi capacidad para hacerla feliz. Y por otra parte tampoco soy tan soso como ellas se imaginan.

Era un frío y gris domingo por la tarde cuando me dirigía con mi coche a la Avenida Gaudí en la que se izaba el neogótico templo de la Sagrada Familia donde muy cerca del mismo había un cine junto al cual se encontraba una discoteca. Si yo iba a este lugar más que nada llevado por una vaga curiosidad puesto que a mi las discotecas nunca me habían gustado demasiado y siempre me han parecido unos antros con una dinámica muy superficial en los que a pesar de lo que la gente cree apenas se puede establecer una buena relación con ninguna dama debido al estridente ruido de la música, era porque este sitio me lo había mencionado un compañero de oficina. "Si vas allí, seguro que ligas" - me dijo él.

Durante el trayecto hacia aquella zona en la que estaba la discoteca crucé céntricas calles con sus rutilantes edicifios, y sus casas señoriales casi todas ellas vacías de transeúntes a causa de que la mayoría de los habitantes de aquella zona se habían ido a pasar el fin de semana a las afueras de la gran urbe. Y curiosamente aquella ciudad desierta, casi inhóspita transmitía en mi ánimo una gran desolación que acrecentaba mi crónica sensación de soledad.

Cuando llegué a mi destino y me hube adentrado en aquella Sala de Fiestas o discoteca confieso que me chocó aquel entorno.

Me hallé en una sala regularmente grande sostenida por unas columnas decorada con tapices de un color verde oscuro, en el fondo de la cual había un pequeño escenario en el que una casposa orquesta se esforzaba en tocar piezas musicales de tiempos pasados. A ambos lados de aquel recinto habían unas mesitas en las que estaban acomodadas grupos de mujeres de diversas edades y de distintos puntos de la península; muchas de ellas de origen humilde que iban ataviadas con una indumentaria algo pasada de moda esperando que algun sujeto las invitase a bailar, al  igual que los hombres que pululaban por allí quienes vestían viejos trajes con sus estrechas corbatas de antaño. Pero lo que más me llamó la atención fue ver a una joven y bella mujer morena que la acompañada su madre como si todavía la familia de ésta estuviese en los duros años 40 del siglo XX. Y en algún que otro rincón perdido habían mesitas con mujeres solas de edad otoñal con una triste expresión en los ojos, y con la mirada perdida en un horizonte indefinido a la espera de ser rescatadas de su desabrida situación por un caballero andante que nunca iba a llegar.

Decididamente a aquel ambiente se le había detenido el reloj psicológico en una época ya desaparecida y no se había sabido adaptar al ritmo vital de la ciudad a la modernidad, ni mucho menos a la postmodernidad, por lo que ésta la había marginado del resto de la sociedad.

Mas cuando yo me disponía a marchar de aquel antiguo centro pensando que mi compañero de oficina había querido gastarme una broma pesada, irrumpió en él una mujer con una singular belleza difícil de olvidar.  Desde luego a veces en medio de la maleza en el campo siempre puede brotar una flor de vivos colores que nos reconcilia con la vida como ocurría en aquella ocasión. Era una joven rubia, de piel blanca, y de ojos azules. Se diría que su presencia era similar a la de una princesa de cuentos de hadas.

Sintiéndome completamente hipnotizado por aquella luminosa dama, me acerqué a ella y la saqué a bailar una pieza lenta.

- Me llamo Enrique. ¿Y tú? - le dije.

- Mercedes. ¿A qué te dedicas? - me preguntó sin rodeos. No me hacía nada de gracia que a las primeras de cambio las mujeres me preguntasen cuál era mi profesión; pues parecía que ellas sólo valoraban al hombre en función de su poder adquisitivo. Pero como me sentía tan subyugado por la delicada belleza de aquella joven no le di ninguna importancia a aquella cuestión tan prosaica.

Una vez que le hube aclarado mi situación, me enteré que ella era de un pueblo de Burgos - Castilla la Vieja-, y que estaba en Barcelona desde hacía muchos años viviendo con sus progenitores y un hermano que era un interventor de un Banco.

- ... Antes trabajaba de dependienta en una tienda de ropa femenina. Pero el negocio quebró y ahora estoy en el paro - me aclaró.

Mercedes daba señales de que se sentía a gusto en mi compañía, de modo que quedé con ella para vernos otra vez.

Como así sucedió. Cuando nos volvimos a encontrar en un punto del centro de la ciudad la llevé a un PUB a tomar una copa con el objeto de conocerla mejor; sobre todo lejos de aquella rónica Sala de Fiestas. Y para romper el hielo me puse a hablarle de música.

- Una de las cosas que más me gustan a mi es viajar en coche y escuchar una buena serenata que esté en consonancia con el paisaje - le dije.

-Ah...  - expresó ella con laconismo.

- ¿Qué música te gusta? - le pregunté con jovialidad.

- No sé... De todo un poco.

Mercedes había adoptado una actitud extraña. Apenas hablaba, sólo soltaba algún que otro monosílabo y quien llevaba el peso de la conversación era yo. ¿Es que me hallaba ante una mujer introvertida? ¿O es que acaso era un ser anodino? Tal vez aquella hermética actitud fuese una estratagema femenina para avivar mi interés por ella. O quizás escondiese algún secreto inconfesable. Todo podía ser.

 

 


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