EL HOMBRE SIN DISFRAZ (parte 2 de 2)

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–¡Esto es inaudito! –dijo–; quieren echarme de una fiesta en la que muchos invitados están disfrazados de mí. Yo solo vine a pasar un buen momento, a disfrutar de esta fecha que suelo celebrar en soledad. Si me dejan quedarme prometo no molestarlos. Pero si insisten en que me vaya, entonces me veré obligado a poner fin a esta celebración, y arrancaré sus almas en un tormento superior a aquel de la carne y de los huesos. Pero claro, la decisión es de ustedes.

Todos hicieron silencio. Los enmascarados se miraron unos a los otros, y luego se alejaron con pasos lentos, dejando solos al hombre del traje negro y a la anfitriona.

–Esta bien… –dijo la dueña de casa–; puede quedarse.

La fiesta continuó y el alcohol ayudó enseguida a que se recuperara la alegría del principio. Poco a poco las miradas se fueron posando cada vez menos en el hombre sin disfraz, quien volvió a sentarse para pasar el resto de la fiesta bebiendo de un pequeño vaso de plástico y moviendo la cabeza al ritmo del rock industrial.

 

 

II

 

 

Horas más tarde la anfitriona decidió que era el momento adecuado para declarar al invitado con el mejor disfraz de la fiesta. El elegido fue un joven que se había disfrazado de Lucifer, de Satanás, de Mefistófeles, de nada menos que el Príncipe de las Tinieblas. Su traje consistía en una enorme cabeza de color rojo vivo, con ojos que brillaban y una boca que se abría y se cerraba mostrando largos colmillos. Quien estaba dentro miraba a través del pecho del disfraz, de ese modo el atuendo medía un total de tres metros de altura.

El Conde Drácula y el hombre lobo no estaban de acuerdo con el nombramiento, ellos habrían querido que ganase una muchacha que también se había vestido de diablo, pero más que por las prendas que llevaba, llamaba la atención por las que no llevaba. La joven regaló un movimiento sensual y un beso a los dos amigos quienes la seguían felicitando. La muchacha mantuvo su sonrisa, aunque en el fondo tuvo ganas de reclamar el premio porque había elegido sus prendas con mucho esmero, y además consideraba que lo proporcionado por horas en el gimnasio y alguna que otra cirugía, también formaban parte del producto final.

La dueña de casa no se preocupó por las opiniones de unos pocos y felicitó al ganador. Solo recordó a una persona en ese momento, alguien que, por alguna razón, consideró un juez digno de la ceremonia. En ese momento miró al hombre sin disfraz, que seguía sentado, bebiendo de un pequeño vaso. El sujeto observó el traje del ganador frunciendo el ceño y finalmente hizo un gesto de aprobación.

La anfitriona mandó a que enviaran el premio que consistía en una botella de whisky F&7 etiqueta negra. Se trataba de una edición especial de cinco litros, y los demás aplaudieron esperando que el ganador abriera la botella para compartirla en la fiesta.

El dueño pensó que sería un desperdicio compartir aquella bebida en un grupo social que a esa altura no podría distinguirla de un whisky barato mezclado con aguarrás y pimienta, y le pidió a la anfitriona que se la guardara hasta que él se retirase.

Al amanecer, los invitados fueron quedándose dormidos por toda la casa. El lugar parecía un cementerio de monstruos. Había gente en el suelo, y hasta arriba de las mesas.

El primero en despertar fue Drácula, quien fue al lavabo a quitarse el maquillaje. Al regresar del baño, el hombre lobo se le acercó:

–¿Me ayudas a buscar mi garra izquierda? No puedo encontrarla.

Buscaron en el salón, en la cocina y en los baños. Buscaron incluso bajo los tentáculos de Cthulhu, que por algún motivo se había quedado dormido en la bañera. Luego de varios minutos, Drácula la encontró en uno de los sillones.

–¡Aquí está! –dijo.

El hombre lobo no contestó. Estaba de pie a pocos metros, había quedado absorto ante un objeto que alguien había dejado:

–Mira –dijo casi sin aliento.

En el suelo había unos zapatos de la mejor calidad, lustrados de modo impecable.

Se acercaron y, junto a ellos, vieron el traje completo. Allí estaban los pantalones, la camisa, y hasta la corbata con vivos plateados. El hombre lobo removió las prendas y encontró aquello que deseaba y a la vez le aterraba encontrar: una máscara con la piel más realista que jamás hubiese visto; una máscara con el cabello bien peinado, afeitada al ras, sin señas particulares que pudieran ser de ayuda para distinguirlo en el tren durante la hora pico, en la fila del banco o sentado en una oficina.

Los demás, que también buscaban las partes de sus disfraces, fueron acercándose para ver aquella máscara.

La miraron en silencio, mientras el hombre lobo la sostenía en sus manos. No se necesitaron palabras; las miradas lo decían todo: aquella noche de brujas, el Diablo se disfrazó de humano. 

 

 

FIN

 

 


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