UNA DULCE MADRILEÑA erotico PARTE 2

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Parte del libro “UNA DULCE MADRILEÑA” amor y erotismo.

DOAIE

El calor y la humedad eran insoportables. A mitad de camino ya había acabado una de las tres botellas de agua que llevaba con esfuerzo. Al llegar delante de la puerta principal del asentamiento, me alejé de los demás turistas para perderme entre aquellas casas rocosas. Fue precisamente detrás de una de estas casas sin techo, un cúmulo de rocas más alineadas y más aisladas de las otras en el borde de la montaña, donde la vi. Estaba sentada encima de una piedra, con una pierna cruzada sobre la otra masajeándose el pie. Parecía destrozada por el calor y por el cansancio. Llevaba puesto un vestidito de algodón blanco con rayas azules que, debido al sudor, se adhería al cuerpo como un guante y resaltaba sus formas. Los cabellos rebeldes, de un color rojo oscuro, cubiertos por un gran sombrero de paja, descendían como racimos de uvas a los lados. Las gafas, grandes y negras, le defendían de los fuertes rayos del sol y escondían sus ojos. La sensualidad que transpiraba, por la dulzura de sus gestos, la transformaban en una mujer misteriosamente interesante y deseable para cualquier hombre. Se llamaba Doaie y residía en Austria. Había venido a pasar las vacaciones a Israel para ver a su familia. No era guapa, pero había algo de melancólico en su ser cubierto por un velo de tristeza. Con solo 33 años había vivido demasiado de la nada y poco de lo que deseaba. Sentí su mirada a través de esas gafas impenetrables encontrarse con la mía. Aquella misteriosa e insólita conexión fue suficiente para acercarme a ella.

Esa mujer tenía algo que me atraía que no sabía definir. No era su cuerpo, sino la sensación que me llegaba de ella. Sentía que con ella podría hacer de todo y no habría tenido miedo de nada. Miedo de ser otra, miedo de pensar, miedo de ser juzgada, pero, sobre todo, no habría tenido miedo de vivir algo diferente si se presentara el caso. Aquella mujer me gustaba. Me gustaban sus ojos, sus orejas, la forma de su cabeza, de su nariz. Me gustaban sus manos, sus incisivos ligeramente irregulares, las arrugas minúsculas que aparecían a los lados de la boca cuando sonreía. Me gustaba todo de ella.
El sudor le había mojado el vestido y su cuerpo escondido por aquel ligero tejido de algodón mostraba nítidamente sus formas. Para no romper la magia del momento, cogí una botella de la mochila y le derramé un poco de agua en los pies y dentro de las manos, que había juntado en forma de cuchara. Levantándose el vestido, dejó que el agua se deslizara lentamente entre las piernas para aliviar un poco su lisa y aterciopelada piel. Luego, con las manos, esparció el agua acariciándose las piernas. Entreví las braguetas de encaje blanco. Me acerqué a ella, y con un gesto, le aparté el cabello. Le derramé lentamente un poco de agua en el cuello, que cayó como una cascada dentro del escote del vestido, resaltando aún más la redondez de sus senos y el grosor de sus pezones que, en contacto con el agua, se endurecieron. Después de ese momento de alivio y de gran complicidad, entre charla y charla nos perdimos de nuevo, caminando entre aquellas rocas que nos escondían de un mundo que siempre es el mismo. Después de un rato, entramos en una cueva en la cima de la montaña y nos sentamos en una piedra grande y redonda buscando algo de alivio y de protección de ese sol abrasador. Una ligera brisa que circulaba entre la entrada y la salida de la cueva hacía que ese aire bochornoso fuera más soportable. Sin esconder un falso pudor, se levantó el vestido hasta la ingle. Se quitó el sombrero dejando caer el cabello y, cuando se quitó las gafas, conseguí ver el verde esmeralda de sus ojos rodeados por millones de pecas. Poseía una carga erótica que me perturbaba. Comenzó a secarse el sudor de la frente, con un pañuelo mojado con el poco de agua que quedaba en la última botella.
Lo metía bajo el escote de su vestido y se lo pasaba por los senos con un gesto simple y lento, cargado de sensualidad. Una vez recuperadas las fuerzas necesarias, bajamos juntos y cogidos de la mano, la montaña en dirección del autobús, que nos habría llevado de vuelta a nuestro destino. Nos habríamos despedido como dos buenos amigos y, quién sabe, si el destino lo hubiera querido, nos habríamos encontrado de nuevo.


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