Misma escuela, diferente uniforme (gay)

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Cuando sonó mi despertador n necesité más de un par de segundos para desperezarme. En cuanto abrí los ojos recordé el día que era y lo que iba a hacer y eso bastó para que un rush de energía recorriera mi cuerpo. 

Eran las cinco de la mañana y afuera aún estaba oscuro. Me metía a la regadera y me di un rápido baño con agua caliente. Después de ello me depilé completamente, de las cejas hacia abajo, teniendo particular atención en mi entrepierna, dejándola suave y tersa, así como mis piernas. 

No soy un chico peludo por lo que la tarea me llevó poco tiempo. Me depilé las axilas, las piernas que, una vez rasuradas, lucían largas y esbeltas, los brazos, todo. Cuando me vi al espejo me di cuenta que parecía un niño o mejor dicho una niña. Había aprovechado las vacaciones de verano para dejarme crecer el cabello -más por rebeldía que por otro cosa- y llegó a alcanzar mis hombros. 

Me gustaba la imagen que proyectaba. Mi piel es blanca y sobre mis hombros caía mi largo cabello negro aun envuelto en el vapor de la ducha. Mis ojos verdes se veían enmarcados por mis largas pestañas, las cuales todos en el colegio me decían que yo enchinaba, cuando en realidad han sido así por naturaleza. 

En fin. Poco después de las cinco y media de la mañana yo estaba nuevamente seco, con una toalla alrededor de la cintura y miraba mi cama. Sobre ella estaba la mayor aventura que había cometido hasta el momento: un par de largas calcetas blancas, una falda hasta la rodilla azul marino, una blusa blanca con cuello del mismo color que la falda, un par de zapatos de colegiala con broche al costado y la bolsa de maquillaje de mi hermana. 

Verán, mi escuela está dividida en dos grandes edificios: uno de ellos es exclusivamente para varones, en el cual he pasado tres años rodeado de mis amigos, hablando de cosas de hombres, peleando por cosas de hombres, pensando cosas de hombres y siendo educados por hombres. El otro edificio claramente es para las chicas donde… bueno, no tenía idea de lo que sucedía. Nadie la tenía. Y digo nadie porque los hombres teníamos estrictamente prohibido relacionarnos con las chicas. De hecho, teníamos horarios de recesos, entradas y salidas diferente, todo para que no congeniáramos mucho. 

Bueno, a mí siempre me ha parecido una verdadera estupidez del siglo XIX ese tipo de enseñanza. No sé qué es lo que quieren ocultar los profesores o porque nos mantienen divididos, pero lo cierto es que más que beneficiarnos, a los chicos nos volvía locos tener a las mujeres a un patio de distancia y no poderles siquiera decir “hola”. Por lo que me pareció interesante entrar de incógnito el primer día de mi último año. De nuevo, más por rebeldía que por curiosidad verdadera. 

El único que sabía de mi hazaña era Fernando, mi mejor amigo, quien me cubriría en la escuela ese primer día diciendo que estaba enfermo del estómago pero que iría al siguiente. Es decir, nadie hace nada los primeros días de escuela, sólo es presentarnos una y otra vez con los profesores, no perdía gran cosa. 

Cuando le conté a Fernando de mi plan poco antes de salir de vacaciones, primero creyó que bromeaba, pero cuando vio que la cosa iba en serio me dijo: 

-Podrías lograrlo, de hecho. Tienes un rostro muy andrógino para ser chico. Tus facciones son muy finas. El cabello sería un problema, claro, pero si te lo dejas crecer casi, casi podría pensar que lo lograrías. Aunque apuesto más a que te meterás en grandes líos y terminarás cursando tu último año en otro colegio. 

-Bueno, por lo menos moriré intentándolo, ¿no? No pienso quedarme con las explicaciones estúpidas que nos dan los adultos. 

Entonces ahí estaba, calzándome unas largas calcetas blancas que me llegaban a la espinilla. Su textura contra mi piel apenas depilada me erizó y me hizo sentir un estremecimiento.

Luego, y para hacer juego, me puse también unas panties blancas de encaje con un moño rosado en frente, justo sobre mi pene, el cual, una vez estuvo envuelto en la suave tela se veía bastante pequeño, apenas un bultito en medio de mis piernas. 

Me puse luego la falda y la blusa. Por último, me coloqué los zapatos de broche y quedé listo. 

Toda la indumentaria la había conseguido de la hermana mayor de Fernando, quien ya había pasado a preparatoria y no usaba más uniforme. Todo me quedo relativamente bien. Un poco corto -la falda me llegaba a los muslos-, pero bien, sólo los zapatos me apretaban, aunque bueno, no podía pedir mucho de ellos. 

Cuando llegó el momento de maquillarme decidí irme por algo sencillo, pues no quería lucir como un payaso o llamar mucho la atención y que me atraparan siquiera antes de entrar a la escuela, así que me pinté de los labios con un brillo rosado -el cual los dejó como el glaseado de un pastelillo-, y me coloqué sombra marrón sobre los ojos. No mucha, sólo la suficiente para que no se viera mi rostro tan pálido. Pensé en delinearme los ojos también, pero el sol comenzaba a salir, y temiendo experimentar y hacer un desastre preferí sólo ponerme rímel en las pestañas para que lucieran más grande y largas de lo que ya eran. 

Por último tomé una diadema de color rosado con un moño en el costado. Me di un par de cepilladas a cada lado de la cabeza y me acomodé el cabello, el cual dejé en un par de colas de caballo. 

Escuché entonces, del otro lado del pasillo, la alarma del despertador de mis padres. Eso me dio la señal para tomar mi mochila y salir corriendo. Cerré la puerta detrás de mí y salí a la calle sin pensar en que lo estaba haciendo vestido de niña.

 


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